El dedo en el gatillo
Libros que no termino de leer
Acabo de leer en El País un artículo sublime. Se refería a los monumentos literarios que muchas veces el lector abandona, abrumado por la prosa exhuberante. Es un fenómeno advertido en el presente contexto donde las obras fáciles son preferidas por lectores fáciles. En tiempos de Cervantes, el estilo de la novelas de caballerías era el preferido por los consumidores de palabras, al igual que lo fue “La Comedia Humana” de Balzac, texto narrativo incluido en las páginas de un diario para pagar las deudas de su autor. La historia solo hizo trascender pocas obras de ese inmenso proyecto literario que puso en vilo a la sociedad francesa del siglo XIX. O mejor, ¿qué lector contemporáneo leyó hasta el punto final la edición original del “Ulises”, de James Joyce o “Los miserables”, de Víctor Hugo? Cosas veredes, Sáncho, diría un sabio.
En el orden personal, tengo mis pecados. Nunca terminé de leer “Paradiso”, de José Lezama Lima. Siempre abandonaba la lectura mucho antes del final. No niego que el cubano escribió un monumento literario, pero para mi gusto finalizaba siempre antes de la página doscientos. Me pasó igual con el “Quijote”, y llegué a cuestionarme por qué Cervantes dedicó tantas páginas para desglozar aventuras como chicles. Con la “Rayuela” de Julio Cortazar no avancé con ninguna de las propuestas de lectura que el célebre argentino proponía. Y con “Memorias del tiempo perdido” de Marcel Proust, sucedió lo peor: nunca pasé del primer tomo.
El ido a destiempo Roberto Bolaño me jugó una mala pasada con “2666” después de deslumbrarme con “Los detectives salvajes”. La primera novela citada me resultó redundante, pero inmensa, incapaz de ser asimilida por mi mente ajustada a la poesía. Guillermo Arriaga prepara thrillers de intensa lectura, pero con demasiadas subtramas. Lo hace en una época de poca lectoría. He vuelto varias veces a la lectura de Paul Aster, sobre todo de su inmensa narrativa expuesta en “4,3,2,1”, un volumen de mil páginas donde deambulan cientos de personajes variopintos que muchas veces son imposibles de perseguir por su fragilidad o condescendencia. Sin embargo, he vuelto a ella porque es una cátedra formal, sin eufemismos, ni medias tintas. Intentaré por quinta ocasión consumir su legado aunque el tema no es nuevo para mí: la vida de un emigrante judío en los Estados Unidos a principios de siglo y su devoción por los vicios y valores de aquella sociedad tan distinta a la suya.
Un editor de periódico recibe regularmente obras impresas en busca de comentarios. En la República Dominicana abundan las reseñas porque la crítica literaria no existe. Y a veces, esa crítica, además de pedante, es descuidada y sentenciosa. Llegó un momento en que llegué a reunir cientos de libros de diversos tonos y formas de expresión. En ese tinglado de obras cedidas por sus autores con generosidad también se incluían las provenientes de las pocas editoriales internacionales instaladas en el país.
En una de mis tantas mudanzas decidí entregar una gran parte de mi modesta biblioteca a uno de mis colaboradores quien, incluso, laboró a mi lado por algún tiempo sin cobrar un centavo. Cierto día lo visité en su casa y su madre me espectó con gran congoja “mire, aquí guardo sus libros para devolvérselos. Yo no los puedo leer, mi hijo no los lee y ocupan un espacio en la casa dedicado a almacenar otro tipo de artículos”. Tragué en seco pero no me llevé los libros, inventé una excusa, y nunca más volví sobre el tema. Los cedí de muy buena fe y espero que el joven que recibió el donativo, definitivamente los haya puesto a buen recaudo.
En Listín Diario partí de cero, pero en mis veintitrés años como editor, los colaboradores me enviaban sus novedades editoriales. Antes, las pocas librerías y editoras internacionales que existían, me entregaban ejemplares con fines difusores. No tenía que devolverlos. Por esas causas recibí textos de autores anhelados: Guillermo Cabrera Infante, Calvert Casey, Milán Kundela, Sergio Pitol, John Dos Passos, Jorge Edwards, Jorge Luis Borges y más.
Los textos de esos autores, excepto unos doscientos que conservo en mi hogar junto a los clásicos dominicanos y de amigos entrañables, los he ido donando a los jóvenes pasantes del Listín, interesados en la lectura.
Hasta esta fecha, he servido de puente bibliográfico entre jovenes ansiosos del saber y la mejor litertura mundial. Algo ha quedado en ellos. Tal vez algunos no conserven esos libros, pero los entrego a la gran mayoría de pasantes. Me consta su uso constante. Y cada nuevo año aparecen, como caídos del cielo, nuevos lectores que se asombran con las obras que les entrego.
No son voluminosas. No las he doy por su volúmen como el “Quijote”, “Rayuela”. “Paradiso” o “Memorias del tiempo perdido’. Pero estoy feliz al saber que el relevo intentará hacerlo por mi.