Opinión

Una disculpa y que siga la fiesta

La sociedad argentina dio un ejemplo la semana pasada –para muchos quizás demasiado drástico- de cómo ponerle freno a la violencia juvenil tan arraigada en las sociedades modernas.

Un tribunal de esa nación sudamericana condenó el pasado lunes a un grupo de ocho amigos veinteañeros a prisión –cinco de ellos a cadena perpetua y tres a quince años como autores secundarios- por atacar y matar a golpes a un joven de 18 años a la salida de una discoteca, en enero de 2020.

Todos los condenados tienen edades entre 21 y 23 años. El suceso trágico se desencadenó por una riña dentro del centro de diversión, del cual fueron todos expulsados.

El hecho debió quedar como una simple gresca entre jóvenes, pero no fue así. Con intención de vengarse, el grupo atacó por la espalda al joven de 18 años, lo tiraron al piso y le dieron patadas hasta dejarlo inconsciente. Cuando la ambulancia llegó al lugar para socorrerlo ya estaba muerto debido a los múltiples traumatismos que sufrió.

El suceso obviamente causó un gran impacto tras viralizarse en las redes sociales, porque uno de los condenados filmó la agresión con su celular. El audiovisual fue un elemento clave durante el juicio.

En Argentina, se realizaron manifestaciones masivas para exigir una condena ejemplar contra los acusados, una manera de enviar un mensaje a favor de promover la convivencia pacífica entre los ciudadanos.

En República Dominicana ocurrió recientemente un caso similar -por suerte sin un resultado tan lamentable- cuando un joven golpeó salvajemente a otro simplemente porque molestaba a su novia. Ambos son estudiantes de una universidad del municipio San Francisco de Macorís y, al igual que el caso de Argentina, otro joven grabó la golpiza con su móvil.

Hay que poner mucha atención a los crímenes o delitos de odio que comienzan a ser tan frecuentes en la sociedad dominicana, algunos incluso por asuntos baladíes.

En marzo de 2021, dos hombres sometieron a actos de tortura y barbarie a dos adolescentes, y uno de ellos falleció porque hasta lo obligaron a beber gasolina.

Todos recordamos el caso del joven Frederick Alberto Pérez Ventura, quien en julio del año pasado fue torturado antes de ser asesinado por un grupo de jóvenes, luego de que fuera contactado por uno de ellos a través de la red social Grindr.

La semana pasada también fueron hallados los cadáveres de Luis Miguel Jáquez Rodríguez y Elizabeth Almarante Pacheco, una pareja que tenía 15 días desaparecida. Los cuerpos presentaban signos de que fueron torturados antes de ser ejecutados con disparos en la cabeza.

Los delitos de odio son cometidos principalmente por raza, color de la piel, inclinación religiosa, nacionalidad de origen, simpatías políticas, orientación sexual, género o la identidad de género, apariencia física, por motivos pasionales y hasta por alguna discapacidad.

Como ha ocurrido en casos similares, el protagonissta de la agresión en la universidad francomacorisana ya emitió una disculpa pública a través de redes sociales y, aunque está detenido para fines de investigación, puede ser que el indignante episodio culmine como “un asunto entre muchachos”.

El que filmó con su celular la agresión ni siquiera ha sido sometido por las autoridades. No pienso que sea la actitud correcta. Sin llegar al extremo de aplicar una pena tan severa como a los jóvenes argentinos, ese tipo de inconductas deben ser sancionadas para evitar que se conviertan en algo normal.

La cultura de violencia entre jóvenes comienza a incubarse en el hogar, con padres permisivos, y también en las escuelas y colegios, donde el bullying (acoso escolar) suele ser minimizado por padres y autoridades educativas.

En el caso de San Francisco de Macorís, por lo menos la universidad donde el agresor cursaba estudios decidió suspenderlo a la espera de una decisión judicial, en un mensaje positivo de no tolerar la violencia en los centros de enseñanza, sin importar el nivel.

La falta de disciplina y sanciones a niños y adolescentes en hogares y centros educativos son el caldo de cultivo para que a una edad más avanzada incurran en crímenes o delitos de odio.

Además de la falta de control de los padres, expertos atribuyen los delitos de odio al consumo de alcohol y drogas entre jóvenes.

Lo cierto es que entre una agresión por odio y los delitos de odio hay un hilo fino que podría quebrarse si dejamos la primera sin sanción.

Una simple disculpa no basta, aunque estemos dispuestos a perdonar hasta 70 veces siete, como le dijo Jesucristo a su discípulo Pedro cuando le preguntó en cuántas ocasiones debería perdonar a su hermano que le ofende.

Perdonar y no guardar rencor, tampoco equivale a tolerar agresiones de odio que ameritan, al igual que los delitos y crímenes, una condena. Una sanción judicial sería un disuasivo para que otros lo piensen bien antes de apelar a la violencia para la resolución de conflictos.

Como sociedad, al igual como ocurrió en Argentina, hay que transmitir un mensaje claro de que no será tolerada cualquier expresión de violencia.

Si no lo hacemos así, esos casos quedarán tan solo en el recuerdo con esas etiquetas que acostumbramos a usar en el momento, como en el caso del llamado “Abusador de Baní” y ahora “El agresor universitario”.

No basta con una disculpa y que siga la fiesta.

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