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Opinión

En Wao, Chavón, la obra de Fernando Tamburini

Ingresar a la sala con 19 obras de arte recientes del artista Fernando Tamburini es acceder a un espacio des-posicionado, donde sus arte-objetos de motivos cálidos y casi sonoros flota en una ingravidez alterada por la persistencia de su gravitación y composición libérrimas, interconectados en su organicidad por un instinto cándido, casi infantil y surrealizante.

Hablamos de simpleza, término invocado sin los espavientos de las prepotencias y sin los deseos de demostrar algo ajeno a esa ingenuidad gráfica a la que el artista reduce —en el espacio plástico— ese entorno vital suyo, caracterizado por soles naranjas y radiantes, palmeras que sólo ofrecen su silueta como espectros negros que muchas veces en vez de emerger, cuelgan.

Las nociones de cielo y tierra han sido borradas en esta obra para aludir una alucinación espacial circular, ingrávida e imprevisible. En ella, las flores, sus hojas y motivos desean ser personajes: se aglomeran y alteran sus escalas para devenir en purezas gráficas organizadas bajo la imprevisible estructura de una red indomable desde la geometría que yace, sí, en la profundidad matricial sobre la cual el artista erige y define sus composiciones desde las planimetrías del pop art. Le Corbusier frunciría el entrecejo ante la modularidad erosionada. Mondrián y Torres García, entretanto, gozarían el experimento, sorprendidos ante la cálida luminosidad cromática de estas piezas.

Es que el repertorio personal de Fernando Tamburini se vincula a sus ámbitos, a su pertenencia, al mundo en que vive: Bayahíbe, un paraíso natural de especies terrales, vegetales, aéreas y marinas entre las cuales lo humano hace presencia como arte, hogar o como símbolo amante y florido.

De allí provienen sus metáforas visuales: simples. Exquisitas y emotivas. Inician con las ondulaciones y continúan hacia las palmeras, los peces y tiburones; las flores, las iguanas y lagartos, las palmeras, los hogares... Poesía gráfica.

El artista pinta con el mismo sentido comercial con que pinta la naturaleza: contraponiendo naranjas intensos y azules casi cyan y casi profundos. Su cromática no es fauvista, es punk “atemperado”, igual su grafía. Simplicidad e intensidad definen estas interrelaciones. Sin embargo, no se detiene en pintar: dando un paso más radical, pinta y construye.

Son artefactos en su perfecta acepción estas piezas. Objetos hechos con madera y pintados con óleo. Juego incansable de colores, trazos, formas y contra-formas. Superficie y oquedad, casi esculto-pinturas de alto relieve: integrables, dinámicas, a las paredes, para jamás ser iguales.

Ganan, entonces, variabilidad, porque el espacio que las acoge las “modifica”. Serán, entonces, diferentes al trasladarse, cambiar de lugar. Serán redefinidas por la dirección y cantidad luminosa y por el color de las paredes continentes.

Constructos en transición permanente. Obra-objetos terminados más no acabados. Resultado postmoderno de presencia intensa que, paradójicamente, crea entornos a-referentes respecto a cualquier ámbito o aspecto vital ajeno a su fin: celebrar el entorno.

Esta obra de Tamburini canta, pues, su pertenencia; es himno intenso al origen, la dominicanidad: un ámbito antillano dado como simpleza, vitalidad festiva, plenitud natural, sueño social y alegría, propio.

La exposición se muestra en Wao Gallery, Altos de Chavón, Casa de Campo. ¡Enhorabuena!

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