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UMBRAL

La entrada para el retorno

No sabía la razón por la que se encontraba en aquel salón vacío, atado de pies y manos y con la mirada puesta en el techo blanco, de cornisas minimalistas, lámparas redondas de cristal amarillo y soportes en forma de trípodes marrones que a pesar de estar fijas parecían péndulos, péndulos mortificantes y vivos, prestos a tragarse el tiempo da a grandes cucharadas.

Su cabeza, sin embargo, se podía mover hacia los lados y, con un poco de esfuerzo, dirigir su mirada hasta los pies; sus pies, soportados por el dorso de unos talones que no aguantaban más el ligero peso del resto de la estructura que conformaban su unidad.

El salón era grande, de algunos cincuenta metros cuadrados, aunque era rectangular. Hilera de otros hombres de diferentes edades yacían como él en un piso que aparentaba ser más largo y ancho que su medida real.

La cuestión es que todos estaban allí por voluntad propia y a cuenta de una cuestión apocalíptica que nadie entendía; todos atados y sin hablar; sin mover un músculo, solo él miraba el techo con inquietud y a unas lámparas fijas que veía balancearse con aire amenazante; unas paredes, que desde la posición que ocupaba en el sitio, diría que, en el mismo centro, a veces le parecían infinitas.

En todo el salón solo un hombre estaba de pie frente a un artefacto. Una de aquellas bombas de películas antiguas: cuadrada, del tamaño justo para que se entendiera de qué se trataba, con un tubo vertical que salía del centro y una vara de hierro del mismo grosor, aunque más corta, colocada de través sobre el otro, como para que el individuo que estaba frente ella pudiera colocar sus dos manos y hundir la barra hacia el interior de la caja, hasta que hiciera explosión.

Daba la impresión de que se esperaba un momento específico para iniciar la detonación. Nadie parecía perturbado ni preocupado. Nadie miraba al otro, solo el inquieto hombre del centro que hurgaba en los rostros de los demás, sin encontrar más que miradas secas y cuerpos vivos que yacían como muertos.

Él sabía que eran hombres sanos, conscientes de su situación, pero preparados a voluntad propia para esperar que la bomba, vista en blanco, negro y gris, como en las películas de los años cincuenta, estallara sin pedir clemencia.

Lo extraño es que no solo la bomba se veía como en una película antigua, sino que el hombre que la detonaría lucía igual, con ropa raída y sucia: tenía el aspecto de un soldado del ejército de Pancho Villa o quizá el de un mambí, de esos que lucharon por la independencia cubana al mando del dominicano Máximo Gómez.

Cuando llegó el momento, la tensión del hombre se hizo insoportable, su corazón disparaba latidos al punto de provocar un jadeo que hacía eco en el lugar. Lo raro de esto es que él sabía que había llegado el momento, pero no sabía cómo sabía. Nadie le había fijado una hora, no tenía un reloj para tomar el tiempo. Pero sabía, sabía que llegaba el momento de volar en pedazos junto a los demás, a los que, a pesar de saber también, seguían indiferentes a la escena.

El hombre antiguo comenzó a agacharse con sus manos abiertas y extendidas hacia el detonador de la bomba; el escenario, desde donde actuaba el misterioso sujeto, también era antiguo, y aunque estaba a un extremo del salón, las paredes no eran del amarillo pollito que el resto, se veían en blanco, negro y gris.

Su corazón retumbaba como una tambora, el jadeo simulaba un vendaval y en medio de su angustia se preguntaba en silencio: ¿Escucharé la explosión? ¿Dolerá a mis oídos? ¿Será todo tan rápido que no tendré tiempo de sentir dolor?

Mientras pensaba casi a velocidad cuántica, un hombre aparece en el salón caminando lentamente. El elemento no encaja en la escena, nunca estuvo allí, pero la firmeza de sus pasos y la majestad que irradiaba le hacían el dueño del evento. Se acerca al hombre, que, más turbado que contento por no haber escuchado la detonación, pone atención al agradable intruso que lo desata y le invita a ponerse de pie.

Ya de pie, nota que el escenario es otro, que el intruso con indumentaria árabe se vuelve menos terrenal; entonces con un grito estruendoso y mudo exclama: “! Estoy vivo ¡”.

Sentí que mi cuerpo se movió de forma brusca buscando la suavidad de una de mis almohadas, para seguir el recorrido que no sé en qué momento inicié, pero una maraña de caminos confundió la entrada para el retorno.

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