Andaluces pasados por África

Los dominicanos somos fundamentalmente mulatos. Andaluces pasados por África, por América (la grande), por el Líbano o Shanghái. Un país mulato de etíopes y gaboneses amamantados por la loba de las noches de Cádiz y Sevilla.

Porque nosotros somos ellos y en nosotros está Lemba y está Don Bartolomé, el de Las Casas. Porque no sólo El Quijote nos protege y la Biblia, Buda y el Corán nos bendicen, también el tambor y sus dioses nos alegran, nos dan vida con sus ritmos, con esa nostalgia nuestra que una bachata expresa porque en ella, ¡Ay!, Vianco Martínez, “la mujer se fue o no ha llegado, pero el caso es que nunca está”. Gracias por su ritmo y su alegre nostalgia, por esa vocación para la felicidad que nos permite el milagro de convertir en un merengue (y bailarlo) la más triste de nuestras desgracias: “!Ay, Siña Juanica!, de por Dios, caramba, ombe/, me se muere el niño y no tengo ‘medecina”.

Porque hemos elogiado hasta el ridículo a la Madre Patria y, acomplejados de nuestra negritud, nos hemos olvidado del otro abuelo al que canta Nicolás Guillén en su Balada: “Sombras que sólo yo veo, me escoltan mis dos abuelos. (..) Pie desnudo, torso pétreo los de mi negro; pupilas de vidrio antártico las de mi blanco”.

A los nietos de ese abuelo negro canto hoy, porque nosotros, mulatos casi todos, como ellos somos los hijos del hambre y el olvido, de la pobreza y la explotación. Somos lo que el colonialismo ha sembrado a través de cinco siglos.

Esta pobreza material y cultural no nos la mandó Dios, que era ateo, ni Checherén, que era socialista, sino la monarquía europea y más tarde sus representantes criollos, (nosotros mismos, los peores) y después el vecino del Norte “poderoso y brutal”, y otra vez sus lacayos acomplejados y crueles; los que nos enseñaron a esperar siempre al Maná, a justificarnos en nuestros errores, y en eso estamos, unos más que otros, pero estamos.

Al abuelo negro nuestro reconocimiento porque sin él estaríamos incompletos, desconsolados y tristes, y no tendríamos son, ni mulatas, ni sueños.

Las sombras del abuelo negro siempre nos han iluminado el camino, al punto de que, a pesar de nuestra pobreza material, hemos sido capaces de incluso ser felices: Cántala otra vez, donde quiera que estés, Papá Ventura: “Y oye, que rico, Mami”.

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