El neo surrealismo mitológico antillanista de Firelei Báez

Sólo ojos tiene el rostro. Observan al espectador con una ternura que emana vivaz. Sobrepone su definido dibujo al manchado colorido que en su destilación y entrecruzamiento pigmentario define, insospechadamente, el “flush painting”. Desborda imprevisible la suavidad de lo vivaz liberado y espontáneo.
Esta mirada invoca. Su objeto, el regreso: la introspección expresiva de una galaxia plástica, la de Firelei Báez. Esta entrega sus apegos originarios como carta de presentación y razón de existir en un acto relativamente extropectivo y, sin embargo, eminentemente contrario y confabulado.
Este discurso apela a lo vegetal y a lo orgánico como fiesta y divertimento. Es, metáfora sobre la procedencia; un talismán para los regresos. En los sueños y las interioridades esperan aquellos bosques recorridos y habitados desde la infancia perdida que ahora permanece como riqueza interior y anhelo. Hacia ellos esta mirada es puerta, permite reingresar, en un recuerdo, con los dioses propios. El diálogo es público y, también, secreto.
Surge sobre amasijos arcanos de formas, colores y luces, amotinados para estructurar, organizar y definir nuevos significados-formas. Las figuras descansann, apoyadas en la mano sobre la que recuesta sus pensamientos y esa ternura infinita y copiosa, ofrecida o reclamada en el casual fluir de formas y alusiones tan limpias o tan barrocas que a veces pueden remedar el archiboldismo.
La ausencia de boca y nariz es audacia descriptiva y elipsis de brazos, cabezas o cualquier parte de la anatomía humana. Se impone la visualidad como espacio conversacional y desde la plástica se establecen sus propias convenciones. Eso sí, cierra aromas y palabras para ver, activar esta poderosa forma de interrelaciones con el mundo y entre nosotros sin la cual andaríamos a tientas. La mirada es poesía y, por tanto, mucho más: forma de ver amorosa. Apenas permite escapar de su influjo, de su sentido de anatomías metaforizadas de tal modo que imposibilitan soslayar que estamos siendo arrastrados hacia regiones más que secretas: íntimas; y que —como con todas las intimidades— de esa familiaridad propia, interior y recóndita se fluirá hacia dimensiones fantásticas, subyacentes en las personas —como Firelei Báez—, urgidas de expresarnos para expresarse, evocando aromas desde las insistentes referencias vegetales.
Su arte, entonces, es re-conocimiento de sí a través del encuentro con los otros “yo” suyos que somos nosotros y sus ámbitos memoriales: un continuum de multiplicidades étnico-geográficas definido por las historias sobre un ser complejo, simple, total y de cuyo carácter enriquecido la obra da testimonio.
Estas figuras de Firelei Báez pueden recostar, más que su anatomía, sus pensamientos y secretos. Los traen a este arte suyo que los hace aprehensibles, permitiendo que casi sean “tocables” con la otra mirada, la recíproca, nuestra, confabulada y cómplice, que indaga en cuánto y hasta dónde se está entre lo propio y los tuyos. Es, también, mirar henchido de satisfacción esta convocatoria dialogante y re-conocimiento.
Reconocernos es reencontrarnos nuevamente o, al menos, no olvidarnos entre nosotros ni en nuestros míticos o reales territorios. Repoblar con el origen y los recuerdos nuestras historias actuales, incluso re-inventándolas como las reinventa Firelei Báez para poder contarlas como suyas.
A parte de la detallada labor que contienen estas obras en las que el trabajar deja sus huellas de divertimento, otro de los aspectos significativos de la obra de esta artista es la vitalidad con la cual una remozada anagnórisis re-adquiere vigencia en la expresión plástica, instigada por la necesidad de ese re-conocimiento propio que es autoafirmación desde el pasado y desde adentro.
Se trata de un recurso interno del convencionalismo estético. Lo reinstalaron en las artes los artífices de las vanguardias y lo contemporáneo. Entre estos, quienes re-valoraron su función socio-individual, para abocetar un arte entendido como praxis del diálogo colectivo, de la conversación inter y extra individual, intra-social, entonces; reacción ante otras tipologías de arte en las cuales la belleza renunció al diálogo y devino huraña, tiránica y absolutista. Tal postulado procede de aquel andamiaje estético definido desde cuando las artes vinieron a ser artes para propiciar las identidades como cordones que enlazan y unifican los colectivos, sus imaginarios y sueños, igualándolos en irrenunciables diferencias e individuales. Cuando el arte se definió desde conceptos superiores relativos a la heroicidad y a la grandeza; cuando hizo suyas las ideas funcionales de lo colectivo y gregario como marcos de las identidades personales, creando los perímetros vitales, los reductos íntimos, históricos, geográficos y especulares, trans sociales y transpersonales.
Hoy Firelei Báez pisa estos terrenos, con pies saltarines entre los trazos que la describen y nos plasman sobre el papel de su renovado archipiélago mítico y real: el de las Antillas. Existía antes pero ella lo reinventa bajo los trazos con sabor a la nostalgia perdida de las viejas cartografías. Ella desencadena la descripción de figuras suyas, formuladas mediante la re-definición mitológica de la fisionomía enemistada con la tradicional volumetría para recordar —no olvidar— el sentimiento enamorado por los objetos votivos de las socionarrativas colectivas y personales —incluyendo la suya—: repletas de peinetas olvidadas por el dibujo insistente de cabelleras recién peinadas, cepilladas y recogidas; de gráciles monstruos mediante los cuales muchos niños fueron inducidos a las buenas conductas y quedaron ahí, revoloteando en la memoria, como espantajos ahora añorados, reclamados y queridos. Estos se “recuerdan”, piensan y expresan con las uñas de los pies alargadas —han de arañar los monstruos, para serlo— y la fantástica y prolífica mutación floral-vegetal de un bestiario legendariamente anclado en océanos mitológicos ajenos y propios. “Ajenos” aunque pertenezcan a todos por ser de la cultura, incluso de otros espacios continentales. Propios, porque, junto a los heredados, han sido incorporados en el reencuentro con los sueños compartidos.
Firelei explora ese simple y complejo archipiélago mítico, social, poético, histórico y formal; cultural, en fin, salvando contenidos, desenterrando. Por eso su obra es irreductible a una idea antropológica o arqueológica, o a cualquier otro concepto simple. Mucho más porque su irrupción sobre las superficies de sus obras se desencadena desde adentro, esto es desde el pintar mismo, desde la aventura creativa amurallada por la laboriosidad lúdica, experimental, automática y desinhibida.
Ella aborda sus realizaciones —telas o papeles— para aventurarse en lo imprevisible, en un automatismo tan continuo y laborioso como directo y simple. Parece no pensar, pero piensa. Parece jugar pero pinta. Sigue su instinto de artista y de pintora como sabueso que corretea sus dominios instado por el deseo de hacer y de encontrar pintando y dibujando. Uno de sus pies “pisa” —habita en— una isla y el otro se apoya en la de su procedencia u origen. Algún día una mano o la cabeza “pisarán” el cielo, porque de nubes y cielo se han llenado las anatomías. Pinta y dibuja hasta que su mundo también deviene en expresión plástica pura, testimonio de un oficio pensado y sentido, objeto construido cuyo fin no es concluir sino consumirla, es decir vaciarla y llenarla de sí misma, continua y recíproca.
Firelei Báez pinta motivada con un alto sentido de la plasticidad, y esta le permite arribar a y corporizar en imaginarios entrecruzados, en el contrapunteo de representaciones seminales, “foliformes”, frutales, florales y humanoides que definen un continuum indefinido desde lo imprevisto o desde las geografías. Va y viene de unos a otros con trazos, chorreados, derrames, dibujo, impresiones y texturas. Asistimos, pues, a un sentido de totalidad técnica compleja y complejizante; que, como con las bailarinas, simula el esfuerzo mayúsculo de las técnicas y sus requerimientos en la simpleza esencial de la expresión fluida.
En la obra de esta artista imbrican cada una de sus dimensiones referenciales: la irreal y real; la documental y la oral; la pictórica y la social; la imaginaria y la factual; la mitológica y la histórica. Las imbrica mediante una fantasía saturada de la fragancia de las páginas de los viejos libros y los reclamos de la auto-realización y la identidad como proceso psico social; de las grafías de anuarios y los juguetes y entretenimientos de la infancia. Lo fáctico pictórico no deshace esas historias, las fortalece y, cómplice, las disemina en saltos. Las islas de las Antillas devienen en un fascinante “trúcamelo” por el cual ella —ciguapa— salta aguerrida, aferrada —de manos y pies— a estos, sus fantásticos territorios en un acto de conquista que parecen recordar en algo algún filme de alguna compatriota de origen.
Técnicamente, la obra de Firelei Báez evoca soluciones plásticas acuñadas en el entorno cultural antillano, que instan a mantener presentes las imágenes de amigos y admirados artistas, de su propia diáspora, de su propio “exilio” y de su encuentro integrado. O de aquellos cuyas obras e historias permanecen varadas en las insularidades del archipiélago antillano, construyendo, alimentando e inventando el imaginario visual y plástico del origen que continua poblado, vital, real y sublime, trágico y poético; lastimero y magnífico. Referencias, en fin, valiosas sobre las cuales la artista echa la mirada y recupera y usa como materia prima, sujeto y objeto de sus incursiones transformacionales y de sus “recuperaciones” emotivas.
Valoramos el imaginario mitológico y la calidad plástica de la obra de Firelei Báez, por su actualidad y estrategia reformulante. Porque reconstruye lo construido y casi en extinción —recuperación, por tanto— desde las oralidades antillanas llevadas y traídas en las historias de “ciguapas” —mujeres solitarias, habitantes de cavernas, con pies al revés, hacia las espaldas. Para construir un arquetipo humanoide-vegetal y "vaporoso", cuasi atmosférico, que —en su vocación identitaria— puede plantearse como alternativa al bestiario totémico suramericano. Este arquetipo se ha desarrollado desde la gráfica de los artistas cubanos, dominicanos y puertorriqueños; desde que el surrealismo desembarcó en Martinica en 1941, ancló en Santo Domingo y desde allí llegó a Cuba. Fireley Báez lo continúa, desarrollado ahora desde las crecidas posibilidades que recibe de su entorno, formación y capacidades.
He ahí que falte señalar el identificador estilístico: surrealismo. Neo surrealismo en todo caso. Significativamente enriquecido. El hilo que, desde la renovación de la expresión plástica, la libertad del collage, la atención a lo antropológico y el recurso del “action painting” implicado en el “flush paint” y hermanado con el dibujo profuso, nos entrega esta nueva Ariadna para re-posicionar las artes visuales en los territorios sociales, individuales y de las almas, marcando uno de los caminos a recorrer, una de las rutas de esta travesía visual —no son gratuitas las cartas de navegación en esta Odisea— que para no perderse en la insustancialidad de lo decorativo y lo humana y socialmente mudo ella escoge y propone, cabriolando de isla en isla el archipiélago mitológico, histórico, geográfico, cultural, real y soñado de Las Antillas.