Opinión

La armonía de la clase política dominicana

Federico A. Jovine RijoSanto Domingo

Asumiendo como cierta la tesis de Bosch sobre la arritmia histórica dominicana y el desfase temporal que media entre las emergencias y singularidades en el continente y su réplica en el plano local, falta todavía tiempo para que sintamos la conmoción política que ha supuesto en los países latinoamericanos el pendular ideológico y la remoción de los cimientos de nuestra gobernabilidad.

Nuestros políticos no han solucionado un solo problema estructural en la sociedad desde 1961 hasta la fecha, y es un incierto cómo y por qué no han logrado acuerdos que resuelvan o mitiguen urgencias comunes. De frente al espejo, sería también injusto juzgar a toda una clase sobre la base de sus desaciertos y falencias, obviando sus aciertos y aportes.

Los últimos 60 años han sido la historia del largo caminar del pueblo dominicano desde la tiranía hacia la libertad, y luego hacia la democracia plena. Sin embargo, el verdadero valor de toda nuestra clase política reside precisamente en saber, frente al abismo, cuándo anteponer los intereses nacionales a sus intereses particulares. Las crisis políticas post electorales de 1978 o 1994 generaron fuertes tensiones, episodios aislados de violencia o represión, pero en ningún caso perdimos el orden constitucional.

Hoy, la tragicomedia de Pedro Castillo en el Perú, más que un punto final al proceso que inició desde que juró como presidente y que no cesó hasta su defenestración, representa un punto y seguido en el drama que vive un país en el que sus fuerzas políticas han decidido no ponerse de acuerdo y destruirse mutuamente, sin pensar en el futuro de toda la nación y el de ellos mismos. Desde México a Argentina el continente se sacude y los viejos acuerdos y pactos de aposentos se han roto; en ese clima de inseguridad e inestabilidad permanente el futuro se torna incierto, se pierde inversión, crecimiento, y, sobre todo, pierde la gente.

Definitivamente, debemos reconocer que la estabilidad política de la República Dominicana, punto en el que el presidente Luís Abinader ha sido firme, constituye nuestro mayor activo, y su base lo es, sin duda, el manejo armonioso y respetuoso de los políticos dominicanos, que en los momentos aciagos han sabido hacer lo que en otros países no han podido: ceder, sentarse, dialogar, acordar y respetar los acuerdos, y eso hay que valorarlo y cuidarlo.

República Dominicana, tristemente, Perú es el espejo en donde no quisiéramos vernos reflejados.

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