Opinión

El Estado entrampado

Por mucho que queramos tapar el sol con un dedo; por muchos eufemismos que utilicemos para manejar el discurso sobre la delincuencia y la necesaria seguridad ciudadana, nada ni nadie podrá sustituir, en los marcos cognitivos de la población -incluidos los de los mismos que delinquen- la idea de que la libertad y la seguridad andan inversamente proporcional en sus desempeños. Y, es más, esa es la idea justificante del contrato social que da valor y peso a la existencia del Estado constitucional: sacrificamos una cuota de nuestra libertad a cambio de que el Estado nos provea la seguridad necesaria para vivir en paz.

El Estado adquiere, por dicho contrato social, el monopolio de la violencia expresado en la exclusiva facultad de punir. Pero… ¿es ilimitada esa facultad? Nunca. Ella encuentra su freno en la consagración normativa de los llamados derechos y libertades fundamentales, mismos que tienen como suprema inspiración el respeto a la dignidad humana. El posfundacionalismo sostiene que la democracia liberal, que da fundamento al Estado constitucional, no ha llenado las expectativas que se tuvo de ella y, aunque se sienta uno tentado a corroborarlo, por la ausencia de alternativa prefiere esperar. Claro, esa es una espera que acaso pudiera resultar infructuosa, pero no queda más.

Todo lo anterior viene a cuento a propósito de la ola delincuencial que azota al país. Es un poco como explicar, más que justificar -ya que siempre se puede hacer algo más para mejorar las cosas-, algunos de los límites que determinan la insuficiencia endilgada al gobierno con relación al fenómeno. Parecería como si el Estado constitucional estuviera entrampado en su quididad. Vi y escuché, en un video que recibí, de boca de un tal “Insurgente 1”, supuestamente de Ecuador, justificarse, mientras llevaba a cabo la ejecución extrajudicial de dos jóvenes por haber dado muerte a una estudiante de medicina y haber participado recurrentemente en quince hechos similares sin que la autoridad judicial le hubiera condenado por ninguno, diciendo: “La sed desmedida de poder de unos pocos creó una desigualdad social a lo largo de décadas que hizo que nos acostumbráramos a la anarquía y la supervivencia como condiciones normales de vida”. A seguidas les hace sendos disparos a los jóvenes y dice: “Soy el Insurgente 1. Esto se llama insurrección”. Yo les pregunto a los poderosos -política y económicamente- dominicanos, ¿disminuirán esa sed de poder o vamos a esperar que ocurra lo mismo aquí?

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