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MIRANDO POR EL RETROVISOR

Los arreboles en hogares y centros educativos

El niño de doce años no fue a clases esa mañana porque dijo que estaba indispuesto y, luego aprovechó cuando su madre salió al trabajo, para buscar en el cuarto de ella la tableta electrónica que le habían prohibido usar como castigo por una semana.

La pasada semana observé otro vídeo que se hizo viral en las redes sociales de un adolescente que era sacado de un centro educativo por cuatro policías, porque golpeó a una profesora que le prohibió usar el celular en el plantel.

Mientras lo sacaban del recinto educativo iba profiriendo amenazas contra la educadora con palabras soeces y, otro joven, al parecer también estudiante que grababa la acción con su móvil, usaba por igual expresiones que a mí con la edad que tengo me resulta repugnante hasta oírlas.

Otro caso preocupante del cual tuve conocimiento fue el de un estudiante adolescente que creó un perfil falso de una alumna para pedir dinero a nombre de ella en redes sociales.

El fenecido primer ministro británico Winston Churchill dijo en una ocasión que “Si abrimos una disputa entre pasado y presente, encontraremos que hemos perdido el futuro”.

Con la educación en el hogar y que, obviamente, termina reflejándose en las escuelas pasa actualmente algo parecido. Con frecuencia se dan esas disputas sobre cuál tiempo fue mejor, si el pasado o el actual, y terminamos perdiendo la perspectiva del futuro que anhelamos para nuestros hijos y estudiantes.

Reconozco que, en el hogar mis padres y en los centros educativos los profesores, aplicaron un código de comportamiento, acompañado de las famosas “pelas”, que en el pasado rindieron frutos que todavía se cosechan en el presente.

Citaré algunas normas de ese código en el hogar: No interrumpir conversaciones entre adultos sin pedir permiso; había que hablar hasta mandarín para explicar la procedencia sobre dinero u objetos de valor hallados en las calles y traídos al hogar; nunca violábamos un castigo, incluso en ausencia de los padres; prohibido salir sin permiso; irse a dormir a una hora fija en las noches (En caso de olvido, estaba la radio con el clásico mensaje “Son las diez de la noche, sabes dónde están tus hijos”); realizar las tareas sin ayuda de los padres.

También comer sin gula (muchas veces tuve que ceder la carne de mi almuerzo a una visita inesperada, sin chistar); tener el cuarto ordenado y limpio; horas fijas para ver televisión; respetar a los mayores (el vecino tenía toda la autoridad para corregirnos); no arrojar basura al suelo ni desperdiciar agua; no faltar a clases por asuntos baladíes (si me quejaba de un dolor de estómago o de cabeza, mi madre lo resolvía con un elixir o vickvaporub).

Son solo algunas de las normas en casa que debíamos acatar sin apelación y, en las escuelas eran igual de rigurosas, sin que ningún padre o madre osara ir al colegio o escuela a encarar un educador por las medidas disciplinarias impuestas a sus hijos.

Claro, las consecuencias de antaño por violar esas normas resultan inconcebibles en estos tiempos, especialmente los correazos, chancletazos, reglazos y otras formas de castigos crueles que terminaban lacerando la autoestima del niño, niña y adolescente.

Simplemente hay que apelar a lo que funcionó de un pasado que irremisiblemente quedó atrás y aplicarlo sin perder de vista los cambios que impone un mundo más interconectado por las tecnologías de la información y comunicación (TIC).

Psicólogos educativos plantean que el castigo debe ser el último recurso a que apelen los padres para disciplinar a sus hijos, pero sin perder de vista la necesidad de hacerles ver que sus inconductas pueden tener consecuencias desagradables.

Hay que tomarse un tiempo también para explicarles a los hijos las razones del castigo, una forma de mostrarles la justificación y el beneficio ulterior para su formación como futuros ciudadanos responsables.

Y no perder de vista que predicar con el ejemplo siempre será la opción más adecuada de los padres para imponer la disciplina en el hogar. Con qué moral un padre le puede pedir a su hijo que no mienta, si cuando el niño toma una llamada telefónica para él, estando en casa, su orden es “dile a esa persona que no estoy”.

Algo si es evidente, el caso del niño de doce años que violó el castigo para usar su tablet, el adolescente que golpeó a la profesora en un lugar que debería ser asumido como un templo para todos sus ocupantes y el otro que creó un perfil falso de otra alumna para lucrarse, son señales del presente que padres y autoridades educativas siguen obviando y que tarde o temprano incidirán en ese futuro al que debemos poner cuidado, como menciona Churchill.

Mi colega Tomás Aquino Méndez dijo la semana pasada en una reunión matutina vía zoom de editores del Listín Diario que la Biblia tiene reflexiones para cada aspecto de nuestras vidas. Lo planteó al leer un versículo sobre el censo, a propósito de los inconvenientes con ese proceso en el país.

Pues bien, en el evangelio de Mateo, capítulo 16, hay una reflexión que aplica para la desidia de padres y autoridades educativas respecto a los signos preocupantes que se observan en colegios y escuelas del país.

Jesucristo le dice en un momento a fariseos y saduceos que le piden señales del cielo: “Cuando anochece, decís, buen tiempo, porque el cielo tiene arreboles. Y por la mañana: habrá tempestad, porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas! Que sabéis distinguir el aspecto del cielo, más las señales de los tiempos no podéis”.

Y me pregunto: ¿Qué muestran los arreboles en los hogares y en los centros educativos dominicanos? ¿Lo perciben padres y actores del sistema educativo?

No hay que ser un iluminado en la presciencia para saber que algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca.

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