Que la vida reingrese, palpitante, al universo de las artes
Desde los años setenta las artes empezaron a caer, progresivamente, en un armadijo. La trampa del individualismo a ultranza, de las excentricidades y las extravagancias. No de cualquieras sino de esas a-significantes, que dicen nada y que, en algunos casos, han terminado presentando a los artistas como bufones de las nuevas cortes a-culturales, esas que temen que la realidad sea designada y simbolizada desde los discursos estéticos.
Decir a-cultural es casi decir agnóstico; restar valor de auto reconocimiento en los términos en que la anagnórisis puede dimensionarse desde lo individual a lo colectivo; es adhesión a esa corriente del pensar y practicar la cultura como cosa ajena a la vida, a la gente; como praxis exclusiva de personas y grupos dedicados a pensar rebuscamientos para pretender exaltaciones incongruentes de sus exclusivas individualidades desde los altares de la individualidad misma.
La individualidad artística es más compleja que la singular. En ella cae, con la fuerza de un macetazo, el universo que existe en el interior de los artífices y a su alrededor.
Hubo un tiempo que al arte esa praxis le fue de gran utilidad: cuando enfocó lo técnico de la representación con un interés marcado de renuncia, de alejamiento respecto a otros enfoques, como alternativa ante discursos seculares colapsados por agotamiento. Nacieron así reorganizaciones fascinantes en los modos, perspectivas y enfoques desde los cuales empezaron a poder ser pensados y expresados el universo, el entorno, la sociedad y el individuo. Bajo abordajes y estrategias renovados, nutrientes, fortificantes, extasiantes.
El arte escapó de los amurallamientos cortesanos, especialmente porque estos dejaron de existir, y quedó, junto al artista, enajenado de los sus antiguas relaciones cortesanas y de mecenazgo; en la libertad total, en el abandono, a su propia suerte, con la única riqueza del talento y capacidad creativa y de trabajo. Cobijado, eso sí, bajo uno de los más potentes paradigmas modernos: las artes liberales. Esos espacios que a favor de los dedicados al cultivo de la personalidad y las capacidades factuales de alta rentabilidad y utilidad social, del incremento del saber (know how) en el conocimiento y en el hacer, respetó, preservó y robusteció el constitucionalismo moderno como postulado palmario de la libertad inalienable del individuo y como garantía de permanencia de unos servicios socialmente indispensables, desde la medicina y la ingeniería a las artes. El poder no sólo necesitaba seguridad en edificaciones y fuentes de suministros agrícolas y acueductos. También ostentar bellamente. De aquí la evolución persistente de la ingeniería hacia la arquitectura. De aquí el híbrido arquitectura y arte. De aquí la presencia de las artes en el espacio interior y, gracias al vestido, mobiliarios y joyas, alrededor, en y sobre la individualidad, cualificándola bellamente ostensible: contribuyendo a la construcción de la narrativa sobre la exclusividad y dignidad del Poder.
Las renovaciones de las expresiones y manifestaciones artísticas europeas ocurridas entre 1848 a 1920 —y las latinoamericanas entre 1885 y 1945— inauguran ese proceso de renuncia a la belleza colapsada de manera verificable. De hecho, lo establecen como el valor esencial para las artes desde entonces: renovación, calidad factural y universo propio, socialmente determinados. Eso empezó a ser lo esperable en los discursos artísticos. Y el artista devino en cosmos social a través de una obra que más allá de su realidad material pasó a ser paradigma de esa compleja individualidad. Estas praxis activaron un nuevo “santo sanctórum” que progresivamente se fue constituyendo en cosa concreta, amasijo de obras en las cuales los artistas Europeos y latinoamericanos expresaban su individualidad vinculada a su realidad histórica y existencial, cotidiana. Los definían y eran producto de unos hechos pasados y presentes que les pertenecían, especialmente esos que estaban viviendo, marcando sus vidas y modos de ser suyos y de sus semejantes. Y, también, unas relaciones interpersonales y sociales que enmarcaban y enmarcan sus opciones en su medio inmediato, su entorno existencial, su condición social. De aquí el valor de los personajes específicos de Van Gogh y, también, la importancia de sus arquetipos sociales como los comedores de papas, herederos ensombrecidos de los picapedreros de Courbet. En manos de este autor la representación de la realidad, su concepto, incluyó las ideas en debate, esto es las opiniones del autor sobre los temas del fórum público científico, social y filosófico que, según su punto de vista, revestían trascendencia. De aquí la fortaleza conceptual y plástica de su obra “El origen del mundo”: por la firmeza con la que se planta ante el misticismo secular para postular el origen de la vida como un hecho biológico originado en el sexo, el cual sintetiza en la “insolencia” de plasmar como personaje el de la mujer.
Hay aquí otros significados sugerentes como la valoración del ser madre.
Esos artistas fuertes han muerto. Y como la vida cambia, otros artistas y propuestas han venido a sucederles. Su intransigencia y vocación de ruptura parece languidecer. Lo cual viene ocurriendo con mayor frecuencia desde los años setenta. Desde entonces a hoy muchos artistas no sólo son apabulladoramente copistas. También han tristes avestruces o autocopistas hasta la saciedad. Decimos que o dejaron de mirarse y verse a sí mismos y a sus semejantes, entornos y circunstancias nacionales, con la cerviz inclinada y arrodillada ante una supuesta “renovación” de pobres calidades conceptuales y formales. O simplemente se dedican a copiarse a sí mismos, produciendo lo mismo, repitiendo la misma fórmula, composición, cromatismo, elementos, todo igual en obras y obras, con variantes apenas perceptibles, en demostración de que, en vez de regenerarse cada vez, optaron por la des-creatividad y la falta de auto-retos. Es que a veces la gente se pierde en sus propios bosques. Y desde el ego ingresan tan profundamente a ellos que ya les resulta imposible encontrar el rayo de luz o el camino que a las salidas posibles les puede conducir.
Este esquema des-creativo está llevando las artes de muchos artistas al agotamiento. Y lo peor, le está restando significado e interés social a la función estética irrenunciable: la creatividad. Esa demiourgikótita producto del demiurgo, ente que, según Plantón, crea y organiza el universo. Es decir que posee el derecho y obligación de generar universos impensados e inexistentes. Una condición que, desde la antigüedad, hizo de los artistas seres admirados, cuasi dioses, una condición hoy hiperbolizada gracias a los avances de las tecnologías de la información y el negocio del entretenimiento.
Esa desvinculación de las artes, en la trampa de cuya promoción cayeron la mayoría de los museos del mundo desde el 1946, dejó a estas instituciones desvinculadas de sus comunidades. Poco a poco, algunas están entendiendo el origen del mal y desarrollan iniciativas socialmente vinculantes para corregir esa disrupción acogiendo al arte y a los artistas que levantan sus obras sin ignorar sus vínculos sociales, con sus comunidades, en cualquier dimensión posible porque no se trata de regresar a un arte meramente ilustrativo a ejercer una censura pro social.
En este modo de pensar y hacer, en la permanencia de esta disrupción arte-cultura mucho ha incidido que los artistas, a falta de seguridad, optaron por buscar protección laboral en las academias y escuelas de arte cuyo crecimiento numérico y a-cualitativo —salvo dos o tres honrosas excepciones, en RD— no paga el talento. En vez de artistas comprometidos con sus obras, han estado evolucionando hacia otra condición artista-profesores. Pero, eso sí y en los casos peores, unos aberrados porque en muchos casos hacen de las aulas el templo de su auto consagración, presentándose ante los alumnos como cúspides de la realización artística nacional o universal, el máximo talento jamás conocido por sociedad alguna —depende del tamaño del ego—, cuando en sus obras apenas se aprecia a un pobre hombre que se dedica a lamer y a relamer sus soportes, materiales y pigmentos sobre superficies. A entretener el tiempo con líneas embellecidas hasta la cursilería. A abigarrar los elementos y a híper relacionar cualidades y collages. Ese énfasis “cualitativo” llevó el arte a la crisis creativa que verificada a mediados del siglo XIX en Europa y de la cual hay ostensibles ejemplos en el arte de las mejores academias y académicos. Las academias ni los dominios exquisitos de las técnicas hacen a los artistas. Ellas admiran lo hecho por centurias, admiran a aquellos “artistas” que han incursionado aspirando una pretendida perfección cuando el arte sabe, hace mucho tiempo, que la perfección no existe; que cuando la encuentra, la vocación y única conducta válida ante ella es una: romperla, deshacerla, la destrucción; demostrar su putrefacción porque en lo putrefacto alcoholiza lo azucarado. Dos ingredientes nutrientes de la canceración celular.
El objeto de romper la pretendida perfección máxima es otorgarse la licencia de la libertad y la creatividad: empezar a indagar perfecciones nuevas, desde los espacios libérrimos de la absoluta inventiva, el abandono de lo ajeno y conocido y activando poderosamente el valor de la inquietud como faro y guía.
Al desvirtuarse, debilitarse o ignorarse esos caminos de las realidades, el estado situacional de la gente, las preferencias y rasgos de las culturas, ciencias y modos de ser y pensar han emigrado sensiblemente de las artes de hoy, ausentándose.
De aquí que —de continuar tal absurdo— en el futuro, en mucho del arte actual, poco del Ser concreto y real de nuestro tiempo se sabrá. Y, peor ahora, poco arte tendrá nuestra cultura que ostentar. Estamos pues ante el reto de no propiciar que el arte pueda empobrecer, depurando —en consecuencia— la cultura.