Remedio para la existencia

Era la mañana del lunes de la tercera semana de junio. Lo despertó el fulgurante calor que dejaba pasar la hojalata, techo de la humilde choza que habitaba con su mujer y dos hijos a orillas del río profundo. La noche anterior había sido larga; lo había sumido en interminables cavilaciones sobre la existencia, habiéndose quedado dormido avanzada la madrugada, después de sucumbir entrampado en las movedizas arenas de la incertidumbre. Su mujer ya se había ido al trabajo y sus hijos a la escuela. Corrió a la alacena en busca de algo para comer, encontrando por todo inventario un trozo de pan enmohecido por las tantas posposiciones para consumirlo, acaso con la recurrente esperanza de encontrar algo agradable con lo cual acompañarlo.

Sentado en una piedra, con el pan en las manos, reasumió con resignación su tormentosa cruz: cavilar. Se sentía el estorbo del desempeño ajeno. No entendía el mundo. Siempre le pareció el circo caótico de las hipocresías. Para él, tratar con los demás era como jugar a las escondidas –cuando no se ocultaban ellos, debía hacerlo él–, lo que tornaba imposible cualquier idea de una existencia digna sin tener que dar al traste con ella misma a partir de la negación. Empezaba siempre por el angustiante proceso de confrontar el pasado con el futuro: inventariaba lo hecho, evaluaba el maltrecho patrimonio material alcanzado y oteaba en un borroso horizonte.

Esta vez decidió jugársela. Había escuchado hablar de un método infalible: buscar la felicidad dentro de uno mismo. ¡Extraña fórmula! Pero no perdería nada intentándolo. Sin embargo, apenas empezó su ejercicio, encontró un escollo. El método presuponía la renuncia a todo (proceso de desapego de personas y cosas, así como de la difícil obliteración del deseo) y esto le parecía como la construcción de un encierro peor del que ya padecía, explicable solo a partir de la ambigua fórmula de seguir existiendo sin existir. Era como abandonar su natural humanidad y sumirse en una suerte de infernal autismo. Algo injusto.

Entonces reparó en el trozo de pan y recordó haber guardado, en la alcayata de la cocina, una manteca ideal para agregarle. Lo untó y comió con fruición. Entonces, lo embriagó una ensoñadora fragancia de lirios y azucenas. Creyó ver a su mujer e hijos; a sus padres que venían a su encuentro conforme perdía la visión. Pero eran trampas de la parca, solo había encontrado el remedio para la existencia.

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