Los perros de esta casa no pecan de ladrones

(Cuento)

Esta historia me da vueltas en la cabeza hace tiempo. Si me pides que con exactitud precise el momento en que empezó a atosigarme, te respondería Imposible hacerlo. Créeme, es cierto. Lo he intentado. Muchísimas veces he querido recordar cuándo apareció, cuándo invadió mi apacible existencia para llegar hasta hoy, cuando empiezo a temer que se haya hecho una obsesión, si así puedo llamar esta insufrible persistencia del deseo de escribir una historia sobre perros fidelísimos. La sufro en las mañanas, especialmente. Sin que desaparezca al momento del almuerzo o de la cena o durante los recorridos por la oficina y la ciudad. Sólo entonces inicia. A cada oportunidad. Al despertar, esa pulsión escritora me asalta, adueñándose de mi agenda de manera imperativa y tan horridamente sublime que me impide hacer alguna cosa diferente a imaginarme a tecleando una historia que nadie me ha pedido narrar sobre perros fieles al grado de morir por sus amos que tampoco sé porqué imagino pues extrañamente no tengo perros. Quisiera tenerlos, siempre lo he querido. La falta de espacio me lo ha impedido.

Esta historia me perturba de un modo que no entiendo. Ni creo merecer. Sabemos, tú y yo, que los tiempos de las fidelidades pasaron, me dicen todos. Y es un gran contrasentido al ver empíricamente a estos perros fieles al grado del suicidio y del crimen. Como el de pintar vírgenes y arrodillarse ante relicarios fríos y dorados. Ahora cada uno va a lo suyo, me repiten. Aprende a vivir, me ordenan. Pero no he logrado verificar conducta similar en los perros, mis modelos. Noto, sí, que cada quien ha hecho de sí su propio yo, su Dios propio, su alter ego y destino sin que importen los demás. Dejaron de construirse altares entre sí para edificarlos para sí. Más aún, es imposible que construyan altares para otros santos, sin importar las religiones. Para ellos, con el altar propio e interior basta. Porque desean permanecer en ese lugar en el cual les resulta imposible confundirse: un territorio en el cual actúan sintiéndose en sus aguas; sin dudas, conociendo cada pulsación, cada respuesta posible, cada verdad final: sus propios egos. Ahí nadie puede confundirlos ni derrotarlos. Y ahí amanecen y pernoctan.

Lo penoso es que pocos tienen el tupé ético de declararlo. Decir, por ejemplo, Andamos tras la compra de perros y esclavos. Prefieren disfrazarlo con pendejadas y baboserías y para hacerlo recurren a pintores y a poetas. De tal manera, terminan consagrando a los pintores y a los poetas que se hicieron los más portentosos babosos profesionales. Unos babosean sobre sí mismos o los demás con materia plástica. Los otros, con palabrerías carentes de significado. Me siento en el deber de informar que eso significa insignificante y que el destino de lo insignificante es morir. Más dramático olvido al tratarse de engreídas insignificancias. Cada quien, en fin, va a lo suyo y sólo lo suyo les importa. La calidad de corolario de esta afirmación es tan rotunda que incluso se aplica a los calcetines. Los atesoran y resguardan en las gavetas de sus habitaciones y en armarios que pueden estar tallados y enchapados en oro o en zafiros, dependiendo del grado de importancia que den a lo suyo, calcetines incluidos. No importa donde los pusieron. Esperan encontrarlos en las gavetas de sus habitaciones y en sus armarios, donde piensan y están seguros haberlos puesto. A quienes la fortuna favoreció menos, entre los menos favorecidos como eufemísticamente los designan los gobiernos para referir esa población inmensamente numerosa que no posee seguridad alimentaria, ropa, estructuras higiénicas, poder adquisitivo ni esos muebles o espacios de almacenamiento de los enseres cotidianos, saben que las encontrarán en cajones, debajo de los maltrechos colchones de sus peores e improvisadas camas, en los barreños plásticos baratos o de fibras vegetales tejidas, donde desean estar obligados a ponerlos para que no recorran los pisos de las casas sin barrer, de lado a lado, y porque como única opción allí debían ponerlos y a falta de alternativa allí terminaron poniéndolos.

Estos perros no. Ellos no guardan calcetines. Y carecen del instinto de acumular cosas, por valiosas que parezcan. Excepto huesos, que sí entierran para desenterrarlos en cualquier momento. Acumulan, apenas, lo que queda después de que sus amos engulleron grasas, tejidos y músculos de las carnes que adquirieron en el súper mercado o carnicerías. Los amos tienen todo el derecho a engullir lo que sea y a hacerlo de primeros. Total, ellos los compraron, se piensa, no sin exactitud y con razón. Ninguno de sus perros encendió el auto, manejó a través de los insufribles taponamientos de la ciudad colapsada en las horas pico, ni usó el efectivo o las tarjetas de crédito, tampoco sus ahorros o efectivo disponible en sus cuentas. Tampoco alguno pagó con el esfuerzo del trabajo realizado. Así que la carne es suya, de los amos. Y sobre este derecho y tal grado de propiedad no se admite reclamo en algún lugar, espacio, corte judicial o teoría. Hay un enorme consenso sobre el derecho a la propiedad de los amos sobre los bienes adquiridos, incluso los que pueden o no compartir con sus perros. A veces se desea que un consenso igual pudiera existir sobre la igualdad de las personas, la idoneidad de los funcionarios y la democracia. Con el consenso sobre el derecho sobre los perros parece que basta.

No existe doctrina jurídica ni jurisprudencia que contradiga este poder de los amos. De manera que todas están de acuerdo en el poder relativo o escaso del derecho de los perros. Cuentan para nada.

Al parecer es un una idea sobre el derecho tan interiorizada en los sistemas jurídicos que es el único que ha logrado ser asumido como irrebatible por todos en la sociedad, incluso los perros. Al punto que, como todos saben, entre ellos es difícil encontrar uno que sea ladrón, que no espere pacientemente la decisión del amo de lanzarle el hueso, que no se acuclille mansamente a esperar que la carne del mazo biológico sea arrancada por una especie más voraz que ellos, los amos. Aunque, eso sí, infinitamente más elegante. Y, naturalmente, cruel.

¿Alguna vez alguna de esas bestias ladró para proteger la propiedad de sus amos?

¿Alguna vez estuvo en vela, todas las noches de sus cortas vidas, tensos, con su ritmo cardíaco elevado, para que su amo durmiera seguro y, quizás, feliz?

¿Al amanecer esperaron pacientes que sus amos se incorporasen para brindarles una salutación festiva, dando volteretas en torno a ellos, como si el encuentro fuera nuevo, virginal o el universo se hubiese inaugurado?

Lo que es seguro es que los amos jamás pidieron ese servicio y, por consiguiente, no están obligados, comprometidos o endeudados.

Los perros son así y no tienen derecho al reclamo.

Disculpe, debo detenerme de escribir, por hoy. El amo llegó a la casa. Creo que me está llamando.

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