Su abuela es mi abuela
Sus ojos pitarrosos dejan ver más que una simple conjuntivitis: sus córneas asumen la arrugada forma de la arcilla y sus cámaras anteriores repiten con su argéntea apariencia la poética frase de que “los ojos son las ventanas del alma”. Pero no de su propia alma, sino de la nuestra que, amén de su humana compasión, se descubre a sí misma “arrojada” –tomando prestado el término a Heidegger– a un mundo en el que nada podemos hacer frente a la finitud como fenómeno común de todo lo que es y nuestro particular acabamiento marcado con indiferente adelanto o retraso en la dimensión temporal.
Nuestro encuentro deviene diálogo silencioso entre el dolor y el asombro, humana y aleccionadora mediación que empequeñece a ambos: no puedo hacer nada por ella ni ella hacer nada por mí. Es una anciana vestida de harapos, de ordinarias facciones, surcada frente y tez quemada por el sol que la abrasa día a día. Está sentada en un tronco frente al mar de Cabrera, en medio de una tensa calma salpicada de socorristas, comunitarios y familiares murmurantes de una verdad que su amor filial se niega a escuchar.
Su nieto de 23 años se embarcó en un bote con destino a Puerto Rico para escapar de una vida cuya cotidianidad transcurre con sentido de lotería y en la que, siempre que amanece, se repetirán como una procesión su mendicidad frente al colmadero –al que le ruega otro “fiao”–, la llamada pregrabada de su institución acreedora para recordarle que “su balance a la fecha es de…” o excusándose al decirle que “si ya realizó su pago, no asuma este mensaje”, y el peor de todos los letreros: “¡NO HAY VACANTE!”.
Con todo, mi alteridad es ejercida desde mi confortable poltrona viendo el noticiero de la tarde, ella no sabe que existo, pero quiero acomodar mi ánimo en una dimensión donde lo descubra y termino deshecho ante la impotencia que pare la realidad. Me aferro a la fe que aún me permite sobrevivir y hago mi obligada introspección mezcla de reproche y de plegaria para, después, volver a calmarme lentamente entre el desamparo y la resignación, teniendo en cuenta que la resignación no es aceptación, esta es hija de la racional admisión y, aquella, de la impotencia. Y pienso en los males que nos separan y la esencia que nos une, para concluir que “esta abuela es mi abuela”.