Polaridad en dos enfoques poéticos: Machado y Baudellaire

En Antonio Machado lo incorpóreo parece predecir los destinos del discurso sobre la vida. Su premonición desde un fluir agotándose parece empujar la construcción de cada verso que también es narrativa: íntima y cargada de emotividad.

Es que en Machado la poesía se corona como memoria, pacto entre el vivir y el recuerdo; como reconstrucción del tiempo ido desde el que vendrá, inminente. El poeta lo hace de manera sutil, encantándonos con esa simpleza expresiva y léxica propia de la generación del 98 español, tan lejana y ajena de sus coetáneos franceses, como Apollinaire, o los poetas malditos, tan inclinados a la aventura de una indagatoria sobre hasta dónde era posible acercar y alejar el acto poético y lo cotidiano: lo intangible de lo visible, en un tipo de discurso en el cual lo inimaginable ha de verificarse imaginado.

Con Apollinaire y Machado ingresamos a dos tiempos diferentes porque, naturalmente, con ellos se accede a y navegan océanos particulares. Aguas formadas por los profundos rasgos e intenciones que perfilan sus ecosistemas culturales, desde los cuales los poetas se aproximan a su ejercicio y lo ejercen.

La Francia finisecular del siglo XX era formalista y curiosa; fetichista y de una “tecnologizada” actitud aristócrata. Es lo que expresa la fuerte incidencia del simbolismo y el Art Decó en esa nación desde 1885, siembra cuyos frutos alimentarían a las generaciones subsiguientes, especialmente a las vanguardias poéticas surgidas a partir de la difusión de sus postulados.

Para Jean Morèas, el simbolismo era “enemigo de la enseñanza, la declamación, la falsa sensibilidad y la descripción objetiva”. En palabras simples: una reafirmación de las artes —incluyendo la poesía— como entorno y ámbito del artificio y, por consiguiente, como acto poiético. En tal postulado ovan, se ejercen y explican los “Calligrammes” (1918) de Guillame Apollinaire, un poeta que llevó lo descriptivo y coloquial a la frontera de la condición poética, contrariando la tradición metafórica junto a, paralelamente, unas ansias de innovación formal explícitas en su ensayo de graficar la poesía, renunciando a la retórica.

La poesía española de la época es mucho más emotiva y carece del peso objetual que soporta la intimidad. Podría decirse que la francesa tiene un poderoso sentido de discurso público, un deseo de expresar; la española —en cambio—, partiendo de Machado, otro: razonar desde la experiencia, un acto intimista que no quema las velas de la tradición ni las alimenta.

Es lo que diferencia a Apollinaire de Machado. El francés dice: “¿Dónde están esas cabezas que yo tenía | Dónde el Dios de mi juventud | El amor se ha vuelto malo…”.

¡Verdad monda y lironda!

El español, en cambio: “El rostro del hermano se ilumina | suavemente. ¿Floridos desengaños | dorados por la tarde que declina? | ¿Ansias de vida nueva en nuevos años?”.

Subjetividad objetivada.

Apollinaire constituye, por eso, una radiografía del estado de situación espiritual de un segmento de la cultura en aquella Francia. Machado también, respecto a España. Difieren en que en Machado la poesía ancla en la travesía humana en doble dirección: herencia y agarre; asiéndose a una nostalgia paradójica, es decir que aparece anhelante frente al futuro.

Este poeta expresa:

“¿Sonríe el sol de oro | de la tierra de un sueño no encontrada; | y ve su nave hender en el mar sonoro, | de viento y luz la blanca vela hinchada? || Él ha visto las hojas otoñales, | amarillas, rodar, las olorosas | ramas del eucalipto, los rosales | que ensañan otra vez sus blancas rosas”.

En Apollinaire la poesía declara la vida como territorio de la esperanza muerta y, por tanto, articulándose desde la crudeza regeneradora: “Tiré en el noble fuego | Que transporto y adoro | Vivas manos y mismo fuego | Ese Pasado esas cabezas de muertos | Llama hago lo que tú quieres”.

En machado, la poesía es emoción, emanación interior: eco de la existencia en el alma de un poeta que discretamente alude la muerte predestinada: “Dormirás muchas horas todavía | sobre la orilla vieja | y encontrarás una mañana pura | amarrada tu barca a otra ribera”.

Apollinaire fue un poeta testimoniante y descriptivo de lo externo y lo interior. Machado, un heredero emotivo de los coletazos de aquel culteranismo español que arribó “liquado” a finales del siglo XIX y principios del XX. Para Machado la “otra rivera” se constituyó en lo vital. A esta corriente literaria Salvador Dalí y García Lorca convendrían en designarla “burros muertos”, cuya identificación y erradicación del discurso y la expresión artísticos constituía el más importante objetivo (estrategia) de aquella táctica creativa denominada paranoia crítica que, a la muerte de Lorca, Dalí formuló como propia, aunque la habían puesto en práctica desde sus tiempos mozos, de lo que dan cuentas sus intercambios y correspondencias.

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