Opinión

Mi casa

En algún rincón de mi ser habita una casa grande de madera; un patio con muchos árboles frutales donde iban de rama en rama las aves y el tirapiedras; una aldaba gigante que solo se usaba por las noches; una mata enorme de Ylang Ylang que perfumaba los atardeceres con sus “hojas de alambre” y forraba de amarillo la grama como si fuera un pedazo de cielo al amanecer.

La casa donde se nace, donde se dejan las cosas más puras de la inocencia, se quedan impregnadas eternamente en la memoria como un traje de recuerdos. Porque “el presente no es otra cosa que una partícula fugaz del pasado”. Somos un resumen de ese ayer, de esas escenas que nos persiguen y nos presentan los rostros de “las personas que hemos visto morir”; de los lugares donde aún corre nuestra inocencia; del techo alto con persianas de madera y aposentos oscuros; del cachimbo del abuelo; de los caballos que “montamos al pelo” por los trillos de cacaotales y pajonales; de ese pasado que nos persigue y nos deleita y del que somos rehenes eternos.

Allí aún reside una cocina humilde con un fogón en el centro, una barbacoa en la esquina y un delgado hilo negro jugueteando en el zinc de los recuerdos.

Y a la hora sagrada del mediodía, con exactitud meridiana, una sirena y un silencio, cada quien con un plato en las manos y una oración en los labios: era una ceremonia presidida por abuelos que bendecían y amaban.

Esa casa alta y humilde todavía está viva en mi memoria. Allí estoy aún sentado en unas piernas que duermen y unos brazos que acurrucan con ternura.

Podemos estar distantes, vivir lejos y hasta tener propiedades iguales o superiores a ese patrimonio del alma; pero al referirnos al lar nativo, al evocarlo, siempre lo hacemos con especial afecto y ternura.

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