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Opinión

El peso de la ruindad

Contrariando su infructuosa pretensión, los surcos en su rostro dejaban elocuentemente expuestos todos los dolores que su corazón guardó y su pensamiento supo esconder con esmero, obliterando en el lenguaje cualquier posibilidad de hacerlos manifiestos.

Era su forma de no ofender, de no perjudicar, en fin, de abonar dulcemente la felicidad ajena a expensas de la propia. Hacía tiempo que se había convencido de que su nombre tenía un vínculo atávico con el sufrimiento, pero ella nunca tocó este tema con nadie.

La revelación le vino de una tía que al visitarla en su lecho de parturienta le habría preguntado qué nombre le pondría a la niña por nacer. Le contestó que igual que ella, Alondra. A lo que la tía exclamó: “¡ay, no le pongas ese nombre, que las Alondra sufren mucho!”. Pareció como si a la sospecha le siguiera la confirmación más que de una carga de una vocación, pues, a pesar de ello, su obrar fue siempre bálsamo de los dolores de extraños y conocidos.

Él nunca había olvidado que la conoció como una persona apacible, refinada en sus modales y, por demás, parca en el hablar. Sin embargo, lo cierto es que aún no se había percatado de la dialéctica hecha por ella acerca de su sino. Es verdad que muchas veces le resultó torturador su silencio, que recurrentemente deseaba adivinar sus introspecciones, llegar al fondo de su ser y encontrarse con las penas que le habitaban, sus anhelos –si alguno– o acaso su resignación. Y no fue sino hasta ese día en que, a mitad de un viaje, junto a la mesa, ella le relató aquel encuentro con su tía y las observaciones que esta le hiciera cuando, tristemente, a él se le ocurrió preguntarle que si creía que así era. Ella sin titubear contestó que sí. A seguidas él preguntó ¿y por qué? Ella también sin titubear, y más segura que nunca, respondió: “por todo lo que tú me has hecho”.

Un inmenso alud se precipitó sobre su ser al confirmar que su eterno sentimiento de culpa era amargamente bien fundado y, si bien ella le había recomendado recurrentemente abandonarlo, no fue más que atendiendo los reclamos de su propia naturaleza mártir. Por primera vez él supo lo que era el peso de la ruindad. Las lágrimas empezaron a asomar sobre sus párpados, pero ella las detuvo cuando levantándose exclamó: “¡Vámonos, se hace tarde!”

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