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“Inteligencia y tacto” en diplomacia

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Manuel Morales LamaSanto Domingo

Hoy en día, diplomacia es un término utilizado en diversos escenarios y con muy distintas acepciones. No obstante, su uso más apropiado es el que corresponde al ámbito del Derecho internacional y de las Relaciones Internacionales.

En ese contexto la diplomacia es, en esencia, el instrumento del que se vale la política exterior de cualquier Estado soberano “para la realización de sus planes y la consecución de sus objetivos”, necesariamente por medios pacíficos, es decir, a través de efectivas negociaciones de diverso carácter, con el claro propósito de promover y salvaguardar los intereses de la respectiva nación y de “preservar su seguridad e influencia”. De lo que puede colegirse que la negociación es el “procedimiento por antonomasia” de la diplomacia.

Debe recordarse que, aunque históricamente las relaciones diplomáticas han tenido lugar solo entre Estados, a través de los órganos de las relaciones internacionales que consigna el Derecho internacional, en la actualidad tales relaciones también son posibles entre estos (los Estados) y otros sujetos de Derecho internacional con capacidad para ello, como son los Organismos Internacionales y, para determinados autores contemporáneos, entre estos otros sujetos.

Téngase presente, además, que durante siglos imperó la denominada diplomacia secreta como forma esencial de ejecución de este “ejercicio”. Ello fue así prácticamente desde los orígenes del “método”, exceptuando el breve intento de la Sociedad de Naciones, hasta 1945, año en que entró en vigor la Carta de las Naciones Unidas y con ello la implementación formal de la diplomacia abierta, “comúnmente practicada hoy”, que se opone a la primera.

La diplomacia abierta se inicia con cambios fundamentales en los procedimientos diplomáticos como son los concernientes al registro y publicación de los tratados internacionales, tal como lo prevé el artículo 102 de la precitada Carta de las Naciones Unidas.

El referido artículo (102) tiene su antecedente en el Pacto de la Sociedad de Naciones, que establece por primera vez el compromiso de registrar los tratados, “so pena de invalidez” de los mismos, sin menoscabo, por supuesto, “de la reserva que, en general, debe proteger su elaboración y negociación”. La razón de esa disposición, entonces innovadora, fue la experiencia de la Primera Guerra Mundial que se desató, en determinada medida, por los tratados secretos de alianza que habían suscrito las potencias europeas y que eran desconocidos por sus contrapartes.

La Carta de las Naciones Unidas reproduce la obligación del registro de los tratados, pero atenuó la sanción en el sentido de que los tratados no registrados mantienen su validez y solo opera como sanción el no poder invocarlos ante los órganos de la Organización.

Procede resaltar que en la dinámica actual la diplomacia, con el propósito de lograr mayor efectividad de sus acciones, se ha convertido en “una acción mancomunada de diferentes modalidades de ejecución y de subtipos de diplomacia, integrados en un tronco común”, teniéndose en cuenta en su ejecución el Principio de Unidad de Acción Exterior del Estado. Es evidente que el apropiado ejercicio profesional de la diplomacia, además de consistentes conocimientos constantemente actualizados, implica habilidades (“debidamente fundamentadas”) que deben cultivarse y que requieren, sostiene Satow, la acumulación de una experiencia relevante en la aplicación “de la inteligencia y el tacto en la conducción de las relaciones entre los Estados”.

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