MIRANDO POR EL RETROVISOR

Jugando a la vitilla en el manejo del Estado

La vitilla, la versión callejera del béisbol, se juega con un trozo de palo de escoba que sirve como bate y tapas de plástico como pelotas, regularmente las que se utilizan en el agua embotellada.

Niños, adolescentes y adultos dominicanos pueden verse en cualquier calle u otros espacios jugando vitilla para divertirse.

De hecho, muchos dominicanos adquirieron las habilidades que los convirtieron después en exitosos jugadores del béisbol de Grandes Ligas practicando este popular deporte en las vías públicas.

Sin embargo, los que han podido dar el salto de la vitilla al más exigente béisbol del mundo no tomaron el juego callejero solo como pasatiempo. De ser así todavía estuvieran en las calles jugándolo para entretenerse.

Con el manejo del Estado pasa igual, presidentes van y vienen, pero siempre observamos el mismo comportamiento que ha ido creando una cultura que impide catapultar la nación al escenario de institucionalidad y desarrollo que tanto anhelamos.

Para muestra algunos botones.

En el país se han aplicado tantos planes antidelincuencia como gobiernos hemos tenido, sin resultados positivos a la vista, pues la población se siente cada día más desprotegida en las calles.

Y los intentos han existido desde que éramos colonia española. El gobernador de la isla Carlos Urrutia (1811-1813) ordenó detener a vagos y maleantes para someterlos a trabajos forzosos agrícolas, pero la ineficacia del plan le ganó el apodo despectivo de “Carlos Conuco”.

Con el tránsito y el transporte público ningún gobernante ha podido detener el caos que impera en las vías públicas, agravado porque los agentes de la Digesett –antes AMET- encargados de imponer el orden, son más entes recaudadores que preventivos.

Igual pasa con la tolerancia ante una inmigración ilegal haitiana que ya desborda todos los parámetros, mientras la actitud de nuestros mandatarios se ha limitado a aprovechar el escenario de cumbres para hacer llamados a la comunidad internacional de que asuma la responsabilidad del tema haitiano, algo que nos compete exclusivamente a nosotros como país.

La semana pasada fue tema de debates otro mal recurrente, parte de la historia patria, el manejo del sector eléctrico. Las alzas en la factura eléctrica y la decisión de ejecutivos de la Superintendencia de Electricidad de aumentarse sus salarios en medio de un mar de quejas, han desbordado la indignación colectiva.

Legisladores y funcionarios diseñan y aplican normas para su provecho personal o por los compromisos que genera el apoyo electoral, promoviendo el dispendio de fondos públicos como política de Estado.

Son compromisos que también atan las manos de los presidentes, especialmente cuando necesitan un segundo empuje para lograr cuatro años más, porque un solo período siempre es insuficiente y estaría, además, apartado del rol mesiánico que se atribuyen desde el poder.

Una excusa barata para buscar la reelección que tiene el mentís más elocuente en el político uruguayo José –Pepe- Mujica, quien en tan solo un período de gobierno (2010-2015) dejó al mundo, pero especialmente a Latinoamérica, un legado imperecedero de ejercicio presidencial ético y sin ambiciones.

Mujica siendo presidente siguió residiendo en el mismo lugar, continuó usando su viejo Volkswagen para transportarse y salía a supermercados de compra sin flanqueadores motorizados, como un ciudadano común y corriente.

Ya he citado también en anteriores artículos ese librito del arte de gobernar al que apela cada presidente de turno, con escasas variaciones, y que al parecer establece el derecho a justificarse ante ciudadanos frustrados con la máxima de que “el anterior fue peor” o de que “lo mío es chico comparado con mis antecesores”.

El expresidente Pepe Mujica, al que ya cité anteriormente como ejemplo de ejercicio honesto, nos regaló la siguiente frase digna de que cualquier jefe de Estado la tome en cuenta: “Pertenezco a una generación que quiso cambiar el mundo, fui aplastado, derrotado, pulverizado, pero sigo soñando que vale la pena luchar para que la gente pueda vivir un poco mejor y con mayor sentido de igualdad”.

Desde aquel glorioso 27 de febrero de 1844, seguimos soñando con un gobierno que ponga la mira en propiciar un estadio que marque la diferencia frente a tantas insatisfacciones acumuladas, que han ido minando la confianza en los partidos políticos y sus dirigentes.

Ojalá podamos ver algún día un presidente dominicano que juegue a la vitilla en el manejo del Estado, no pensando en un entretenimiento pasajero, sino en el éxito que otorgaría un ejercicio de grandes ligas en la administración pública.

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