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Salvador Dalí, juventudes, aspiración y heroicidad

Estos días llegan entre vapores. Los produce el sol después de tanto llover. Reclaman la atención de juventudes que perdieron las miradas y atenciones en los dispositivos móviles. Ahí las han traído como quien lleva su ser a una caja negra, en plena vitalidad.

Son valiosos los tesoros que esos aparatos engullen. Probaron cuánto pueden lograr las seducciones al solo impulso digital y de la imaginación. Lo triste es que desde esas ventanitas re-emergen como titanes aspirantes. Querrán ser todo lo que hay tras esos cristales líquidos. Y poseer que sus ojos pueden tragar.

Hace tiempo, las juventudes eran otra cosa. Por ejemplo: clanes para fundar humanidades, grupos para otear el futuro que “se debía” empujar, amigos comprometidos con ser los mejores... Hoy, en cambio, el rol magno es aspirar.

Gratuitamente.

Y tras satisfacerlos corren las familias, las organizaciones, los Estados, los gobiernos y quienes crean tener algo que vender o cobrar.

Hubo un tiempo de aspiraciones menos hedonistas. Menos auto-complacientes. Cuando los derechos se ejercieran con menos indolencia y liberalidad.

En el arte, por ejemplo, aspirar imponía retos. Visiones sobre el oficio y, para algunos, sobre un mundo mejor.

Aspirar costaba.

Recuerdo a Dalí, Buñuel y Lorca, a principios del siglo XX, puros mozalbetes, adscribiéndose al surrealismo desde la poesía, el cine y la pintura. Una heroicidad.

En vez de recibir, aspiraban producir. Y produjeron. Entregar, y entregaron.

Aunque las discrepancias entre ellos —demasiado personalidad—los llevaron a separarse mediante distancias siderales.

Fue el resultado de la disputa entre Dalí y Luis Buñuel con relación a la autoría y realización de “El perro andaluz” (1929), seis años posterior al Manifiesto Surrealista de André Breton (1922). Dalí se reclamaba cuasi autor, coguionista y codirector. Buñuel tomó la película y la proclamó como propia. Sin embargo, por los resultados vistos, ¿Dalí era director? Sí un extraordinario pintor.

Y —hay que decirlo— más extravagante que renovador. Más culterano que ingenioso.

Exactamente lo que criticó acremente al primer poemario de Lorca.

Salvador Dalí reclamaba al poeta que en su versificación latían demasiado los recursos del “canto jondo” español, conminándolo a renovarse aumentando la distancia entre su obra y la tradición.

Eran jóvenes con menos de veinte años. ¡Observad en lo que estaban enfrascados: renovar!

Dalí enunciaba de forma embrionaria el nudo gordiano de su teoría paranoica crítica: estar alerta ente la tradición artística, cerrarle el paso. La graficó como burro podrido que dejó esparcido en muchas piezas. Estaba en esas formas y recursos heredados, manidos.

Tales eran las aspiraciones de esos jóvenes. Porque era el tiempo en que las juventudes aspiraban a fundar, para su honor y gloria. La de su oficio. La de sus naciones. Verdadera heroicidad.

Hoy nos percatemos de la traición de Dalí el “maduro” al ideal surrealista y a su teoría paranoica crítica. Está en su obra “El descubrimiento de América por Cristóbal Colón” (1959). Con esta, cayó arrodillado ante el Renacimiento, Miguel Ángel, la capilla Sixtina y Raphael.

La madurez y la vejez ¿son las corrupciones de la juventud?

Envejecidos jóvenes por dejar de aspirar a construir y a fundar.

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