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El triste camino hacia la aridización

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José Manuel Arias M.Santo Domingo

Cada vez estamos más convencidos de que muy a pesar de lo que disponga la norma de poco sirve si no es aplicada correctamente en procura del logro de los objetivos que la misma persigue; bajo este predicamento es obligatoria una mirada a la Ley 64-00, sobre Medio Ambiente y Recursos Naturales, para sólo citar un caso de los “varios” que desafortunadamente tenemos.

Pese a que la referida ley es palmaria en sus principios fundamentales y sus objetivos, en el señalamiento de los diversos instrumentos para la gestión, protección y calidad del medio ambiente y en indicar sobre los recursos naturales lo relativo a las competencias, responsabilidad y sanciones en materia administrativa y judicial, la realidad que percibimos a diario nos dice que lejos de lo que persigue la norma en ocasiones parecería letra muerta y que cede a los intereses particulares de personas y sectores que hacen un uso indiscriminado de los mismos en detrimento de la colectividad.

Es que el objeto de la ley que comentamos es precisamente “establecer las normas para la conservación, protección, mejoramiento y restauración del medio ambiente y los recursos naturales”, todo esto bajo el prisma de asegurar “su uso sostenible”, y en consecuencia es responsabilidad del Estado velar porque allí donde se lleve a cabo -y sobre todo donde se intente llevar a cabo- una actividad que ponga o pudiera poner en peligro esa sostenibilidad debe ser frenada de plano sin importar quién sea el que la realice o intentare realizarla.

Es tal la previsión de la norma que incluso señala que esas disposiciones son de orden público, lo que es obvio que así se haya dispuesto, en tanto que “los recursos naturales y el medio ambiente son patrimonio común de la nación y un elemento esencial para el desarrollo sostenible del país”.

Pero además es la propia norma la que declara de interés nacional “la conservación, protección, restauración y uso sostenible de los recursos naturales, el medio ambiente y los bienes que conforman el patrimonio natural y cultural”, y sin embargo, pese a todo esto al parecer nos deslizamos en una pendiente enjabonada hacia la aridización, con todas las nefastas consecuencias que esto implica para la biodiversidad, vista como “el conjunto de todas y cada una de las especies de seres vivos, de genes, paisajes y hábitats en todas sus variedades”.

Este concepto de la aridización que la ley consagra en su artículo 16.3 es definido como la pérdida progresiva de la disponibilidad de agua en ecosistemas alterados por la acción humana. No por casualidad la propia Constitución ordena y hace hincapié en la preservación del agua.

En consonancia con estos criterios ha establecido el texto constitucional en su artículo 15 que “el agua constituye patrimonio nacional estratégico de uso público, inalienable, imprescriptible, inembargable y esencial para la vida”, señalando a su vez que “el consumo humano del agua tiene prioridad sobre cualquier otro uso”, pero como hemos dicho, sirve de muy poco que esté previsto en la norma si no se aplica.

Cauces que ayer eran ricos en agua y ríos y arroyuelos que veíamos desplazarse vertiginosamente hoy los vemos esquilmados, atendiendo esto a diversos factores, pero que en algunos casos se debe no a su agotamiento propiamente, sino al represamiento y al desvío hacia otros fines, lo que ocurre a la vista de todos sin que se vean acciones concretas para evitarlo primero y sancionarlo y erradicarlo después.

Hace falta hoy más que nunca que esa auditoría y control ambiental de los que nos habla la ley sean puestos en práctica; claro está, igualmente se requiere que esa educación ambiental de la que también nos habla la ley se pueda desarrollar de manera sistemática, pues se trata de un proceso permanente que debe impactar en la “formación ciudadana, formal e informal, para la toma de conciencia y el desarrollo de valores, conceptos, actitudes y destrezas frente a la protección y el uso sostenible de los recursos naturales y el medio ambiente”.

Esas autoridades “competentes” no pueden limitarse, cuando lo hacen, a señalar los daños causados al medio ambiente, incautaciones realizadas y sometimientos a la justicia; hace falta más que eso, pues se requiere de un conjunto de acciones tendentes a prevenirlos, conforme lo pauta el artículo 18.23 de la indicada ley, el cual dispone que corresponde a esas autoridades “promover… la realización de programas y proyectos para la prevención de desastres que puedan afectar el medio ambiente y los recursos naturales, así como la mitigación de los daños causados”. Es la propia ley la que señala en su artículo 8 que “el criterio de prevención prevalecerá sobre cualquier otro en la gestión pública y privada del medio ambiente y los recursos naturales”.

En definitiva, se trata de la adopción y asunción de un conjunto de acciones que nos permitan frenar, antes de que sea demasiado tarde, el terrible daño que estamos causando y dejando causar a nuestro patrimonio común, tratando de parar y regresar de esa ruta enjabonada que nos conduce indefectiblemente por el triste camino hacia la aridización, con todo lo que esto implica.

El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.

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