OTEANDO

Media hora con Nicosca

Fue casual. Ella esperaba un taxi en una ruta que él se había prohi­bido recorrer ha­cía ya mucho tiempo, pero a la que el alado destino lo empujó de modo alevoso. Se detuvo y le ofreció llevarla hacia donde fuera, sin que ella opusiera la más mínima resistencia. Más bien corroboró la propues­ta de modo manifiestamente amistoso y gentil.

Lo deslumbró con su belle­za. Le pareció un ángel per­dido, ávido de orientación, menesteroso de afecto, de­mandante de una rara forma de amor que acaso incluía, también, cierta aspiración de protección. Pero el amor fa­cilita en ocasiones la mayoría de las cosas necesarias para el montaje de su obra, reserván­dose maliciosamente el atre­zo que ha de ser determinante para la puesta en escena; pe­netra el corazón envuelto en una suerte de fingida manifes­tación de sentimientos que no tardará mucho en escaldar su entraña. Tenía un mágico cor­te de pelo que resaltaba sus facciones. Debajo de sus ar­cos superciliares se posaban -augustas- sus copiosas cejas, cuyo rumbo había tratado de anular con la innecesaria pre­tensión de atraer una atención que ellas, per se, ganaban sin apuros al más insensible de los mortales. Le propuso tomar un café antes de llevarla a su destino, improvisado pretex­to para retenerla un poco más, para provocar su admiración a partir de un cortejo que resul­tó tan torpe como infructuoso. Ella aceptó, no se sabe si por placer o por deber.

Y fue así como, después de buscar un capuchino en dos lugares donde no hubo, llega­ron a su tercera y última esta­ción. Para entonces, él ya sabía que ella era exiliada política y ella que él era un soñador im­penitente que intentaría, una y otra vez, encontrar el amor que nunca tuvo -ilusamente aparecido en ella- hasta el día de su muerte. Se desbocó co­mo el caballo viejo y expresó, a corazón abierto, la suma de las emociones que le provoca­ba. Y si bien ella le advirtió so­bre el peligro de ese galope in­contenible, también fue cierto que se mostró discretamente obsequiosa, prodigándole una dulzura confusa que le hizo creer lo que nunca fue.

Llegó la hora de la partida. La llevó hasta su casa y ella lo despidió permitiéndole recos­tarse un segundo en su hom­bro. Se marchó, y al llegar, la llamó para iniciar el rito de rendición de cuentas de los comprometidos. Ella respon­dió: “no puedo atenderte, han sucedido algunas cosas de es­te lado”.

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