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Tiro de gracia

El cazador de dinosauros

La verdad se parece a las guineas jíbaras. Son ariscas y saben huir. Se transforman en humo y, después de la escapada, llegan a la manigua vestida de alquitrán para bailar con fantasmas. Nunca deja huellas.

Su carne es placentera y suave. La olla de presión se encarga de ablandarla a nuestro gusto.

La mentira es lo contrario. Es simuladora, abierta y no requiere carta presentación. Sabe andar como regalo envenado.

Entre verdad y mentira se mueve el periodista sin darse por vencido. Su reto es acercarse a la primera, como Dios lo trajo al mundo, para husmear temores ajenos, deslices eventuales y caminos polvorientos. Siempre a cambio de nada.

En mis primeros años en el Listín Diario prefería viajar a los pueblos en busca de historias olvidadas. Una vez se me ocurrió entrevistar a los protagonista de un hecho que inspiraba repugnancia y temor: la captura de caimanes “a mano pelá”, en el lago Enriquillo. Preparé un equipo que además de chofer y fotoreportero, incluyó a mi hijo Luis Ernesto, aún adolescente. Llegamos al Parque Nacional La Descubierta un mediodía inolvidable. Allí los protagonistas portaban en sus uniformes el inconfundible sello de guardaparques. Eran pocos, pero no hacía falta más. Ellos mantenían el cuidado del parque con amor, y por las noches se desplazaban a los Borbollones para chequear la salud de las crías de aquellos dinosauros. Entonces eran cientos de animales de ojos brillantes cegados por la luz.

En aquella época, el nombre de Hermógenes Méndez era referencia. Lideraba aquel grupo de valerosos custodios de la fauna protegida.

Hace unos años volví a La Descubierta para darle un apretón de manos, pero fue imposible. Parroquianos refirieron su partida en busca de una vida mejor. En aquella nueva incursión, los caimanes del Lago se perdieron, los Borbollones se llenaron de nostalgias y en la isla Cabritos solo hallé residuos de mis huellas anteriores frente a la orilla sur del enclavado, cuando estuve a punto de entrar por la boca de una caimana recién parida.

Volviendo a Hermógenes Méndez, mi primer anfitrión, me aconsejó no usar trampas para atrapar caimanes: “Esos bichos saben leer y escribir y nos descubren a leguas de distancia”. Pero no hice caso. Esa misma tarde compré pollos frescos y sangrantes y los até en jaulas metálicas, dentro del agua. A medianoche todavía los pollos yacían intactos, resecos, sin sangrar, sin mordeduras. Y las trampas, abiertas, caían contra ellas mismas.

Hermógenes Méndez nos propuso un merecido descanso. Debíamos volver a mitad de madrugada, cuando los pichones encendían las estancias y sus madres les procuraban alimentos en cunas naturales.

Así lo hicimos, el fotoreportero encendió su equipo y siguió a los guardaparques y a mi hijo que atrapan caimanes con sus propias manos y los sometían al necesario chequeo de salud, algunos con temor.

Yo quedé en la retaguardia. Todo era negror excepto la mirada de uno de aquellos animales voluptusos que de pronto apareció frente a mí. En el brillo de sus cristales centellantes descrubrí la dimensión de mi temor.

En ese instante aprendí el precio de la verdad. Quedé petrificado frente a aquel par de esferas. Olvidé gritos y palabras, no me atreví a dar un paso. Al animal perdonó mi vida, no sin antes desafiarme.

Descubrí que en aquellas aguas salobres vivían mamíferos semejantes a mi estirpe, con cerebro y corazón, protegidos dentro de orificios agrietados por el mar. “Usted les teme, periodista, pero ellos solo miran, no muerden ni hacen nada”, me sorprendió Hermógenes.

Comrpobé su versión al siguiente día, cuando viajamos a la isla Cabritos en una yola rodeada de caimanes como símbolos protectores de la gastada embarcación. Aquel viaje no solo abrió las puertas de la comandancia de guardianes, sino me llevó a un espectáculo inesperado: cientos de animales retozaban en las aguas del sur, revolcándose en la arena y protegiendose de miradas indiscretas. Días después publiqué el reportaje. Cuando aquello, el Listín Diario impreso llegaba puntual al Parque Nacional La Descubierta. Pocos días despúes, el teléfono me devolvió la voz de Hermógenes Méndez, llena de gratitud.

Otro profesional tal vez redactaría una versión distinta, camufleada entre el temor, el asombro y el sentir en favor de aquellos personajes. Pero nada oculté. Nunca podré olvidar la mirada de aquel caimán que me enfrentó en plena madrugada antes de sumergirse en el agua. Hubiera sido más fácil consagrarme como héroe expedicionario. Pero preferí “la incómoda verdad” esa que no puede ser jamás desdibujada.

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