Opinión

COLABORACIÓN

El oficio de escribir

Miguel Reyes SánchezSanto Domingo

Hoy inicio esta columna por la generosidad del dilecto amigo de muchos años, director de este Listín Diario, Miguel Franjul, quien me ha invitado a colaborar con mis entregas regulares para nuestros queridos lectores.

Quo vadis, a dónde vamos, servirá de conexión con todos aquellos que me han solicitado retornar al ruedo de la opinión pública para brindar mis pareceres sobre diversos aspectos de la cotidianidad de nuestra nación y del mundo. De esta manera, intentamos contribuir a enriquecer la calidad en el debate de las ideas; otras veces, aportar posibles soluciones a problemas acuciantes, pero siempre tratando de hacer críticas constructivas para contribuir a la existencia de una mejor sociedad.

La tarea de escritor se asume por vocación y convicción, ya que la palabra se convierte en un medio eficaz para describir la realidad y crear arte a través de la experiencia y del conocimiento que se va adquiriendo cada día.

Desde muy temprana edad asumí el compromiso de la escritura, no tan sólo como un pasatiempo, sino como una forma de vida, que me ha permitido escudriñar las fibras más sensibles del ser humano, brindándome una percepción especial para advertir el lenguaje del entorno, observar las cosas con una mirada crítica y captar los mensajes de la gestualidad.

En el año de 1993 participé, como único escritor dominicano escogido, en el Foro Joven Literatura y Compromiso celebrado en Mollina, Málaga, España, por unas tres semanas, donde un grupo de jóvenes escritores iberoamericanos tuvimos el privilegio de convivir durante ese tiempo con los más connotados escritores de aquel momento. Esto me marcó.

Un día desayunaba con Mario Benedetti, quien nos leía sus poemas; almorzaba con Jorge Amado y doña Zelia Gattai, con quienes tenía una empatía especial que hasta fui a Bahía al sepelio de ese gran novelista; y cenaba con Augusto Roa Bastos. Pero así, compartía una tertulia con José Saramago, quien luego llegó a visitarme a mi casa, o caminaba en las tardes con Wole Soyinka, ambos premios nobel de literatura. Mientras, el café del otro día lo tomaba con Ana María Matute o coincidía en el bar de Paco con Juan Goytisolo y ayudaba en el traslado de Juan José Arreola. En tanto, cualquier mañana discutía sobre Evita con Abel Posse, quien luego me enseñó Praga, siendo embajador argentino, y al venir a Santo Domingo me dijo que la primera llamada que hacía era a mi persona.

En mi caso particular, establecí relaciones imperecederas con muchos de esos magníficos autores, llegando en múltiples ocasiones a ser facilitador para que algunos de ellos visitaran nuestro país para participar en la Feria Internacional del Libro o a dictar una conferencia determinada.

Su consagración me hizo aprender a amar el oficio de escribir y entender cómo a través de nuestros escritos podemos influenciar y conmover, en sus más íntimos sentimientos y convicciones, a quienes nos privilegian con su lectura.

Les espero por aquí para que en cada entrega descifremos hacia dónde vamos.

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