CUARTA PALABRA
“Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?”
1.- Un grito desgarrador en boca de Jesucristo… Leemos en los Evangelios: “Alrededor de la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz: “Elí, Elí, lamá sabactaní?, esto es, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Cf. Mt 27, 39-47; Mc 15, 29-35).
Acabamos de escuchar, en boca de Jesús, unas palabras desconcertantes y dramáticas. ¿Cómo es posible que el Hijo de Dios dijera a su Padre: "¿Por qué me has abandonado?"… Antes, en Getsemaní, había exclamado: “Padre, si es posible, pase de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26,39). Él vino a este mundo para hacer siempre, la voluntad de su Padre (Salmo 39)… Ahora, en los últimos y más decisivos momentos de su vida, se siente abandonado por Aquel a quien más amaba y por quien más se sintió amado.
Jesús, cuando expresa esta cuarta palabra, haciendo suyo el salmo 22, es ya pura pobreza, extremo abajamiento y anonadamiento; está totalmente desnudo y desvalido, sin nada y sin nadie. Ha perdido no sólo los bienes materiales y su dignidad, sino hasta la seguridad en su Padre y en los suyos. Desde la total menesterosidad y vulnerabilidad, grita su abandono y soledad.
El Amado pregunta a su Padre Amante: "¿por qué me has abandonado?"… La respuesta no puede ser otra: - “Hijo, porque te has querido hacer “pecado", has asumido todos los pecados de la humanidad”. Jesús padeció en Él mismo, lo que nos puede suceder si vivimos y morimos alejados de Dios por el pecado, en abandono y soledad radicales. Es la mayor noche del espíritu; la llamada “muerte teológica”. Ahí nace esta pregunta desgarradora, en forma de grito orante, bañada en lágrimas y en sangre. León Felipe, poeta de rupturas extremas, escribe que, a veces, “la blasfemia se convierte en oración”. Y un insigne exégeta nos recuerda que “el grito, en boca de los pobres y de los sufrientes, se convierte en oración escuchada” (Salmo 9, 13).
Jesús vivió la experiencia inmensa de la soledad y del abandono. Se ha escrito: “Lo prendieron, lo juzgaron en un doble tribunal: religioso y político; por último, lo clavaron en una cruz; nadie lo defendió; hasta los suyos lo abandonaron. Cayó sobre Él, el peso y el poder de la ley religiosa y civil. Murió como morían los vulgares esclavos y los malditos: fuera del pueblo santo, fuera de la ciudad, excomulgado como un rebelde y blasfemo al que ni Dios mismo parece auxiliar... ¡Qué pocas veces hemos meditado lo que significó realmente y hasta el fondo la muerte para Jesús! Sócrates, por ejemplo, murió como un sabio bebiendo la cicuta y animado y sereno en compañía de sus discípulos. Los mártires guerrilleros zelotas del tiempo de Jesús, crucificados por los romanos, morían conscientes de recibir el paraíso prometido de Yahvé. Los sabios estoicos griegos demostraban a sus tiranos que morían siendo superiores a ellos. Pero pocas veces caemos en la cuenta, porque puede parecer blasfemo o escandaloso, que Jesús murió de otra manera: su muerte no fue fácil ni bella. Los evangelistas, testigos de la misma, nos hablan de temblor y temor y de una tristeza mortal y angustiosa de ánimo. Por eso se comprende humanamente que, hasta sus mejores amigos, los discípulos, ante este aparente fracaso de su maestro, huyeran y lo abandonaran”.
Sí; Jesucristo “murió solo y abandonado”. Estuvo solo ante sus acusadores. Los suyos, excepto su Madre y Juan, lo abandonaron en su camino hacia el Calvario. La condena y la pasión de Jesús, en abandono y soledad, siguen siendo actuales en nuestros días; se denomina Cristofobia. Naciones, con larga historia y raíces genuinamente cristianas, reniegan de su propia identidad y renuncian a su herencia secular. A Jesucristo y al cristianismo, premeditada y lentamente, se los quiere condenar a la pena de muerte del olvido y de su desaparición social, cultural, legal y política. Con un peligro real: cuando desaparecen Jesucristo, y su Evangelio, desaparece la más profunda y cimentada dignidad humana. Cuando Dios muere, el hombre muere. Entonces reaparece inevitablemente, una y otra vez, la misma pregunta en los más sufrientes: “Señor, Señor, ¿por qué nos has abandonado?”. Y nos encontramos como el loco del relato Nietzsche, con una lámpara encendida en pleno día, buscando qué nos queda ya, cuando hemos sido nosotros quienes hemos abandonado y matado a Dios y, con ello, el sentido más profundo y real de nuestras existencias…
2.- Un grito profundamente teológico… Jesús grita: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”… Grita porque, como hombre, ya no puede más. Grita porque tiene necesidad del Padre. Grita como gritan los hombres y las mujeres en las situaciones límites de la vida. Grita para que ya nadie tenga que gritar como Él gritó. Grita para buscar el sentido y la esperanza al sin-sentido de tanto dolor y sufrimiento, aún en pleno siglo XXI. Es el grito que supo descifrar un poeta dominicano:
Qué terrible soledad e inmenso abandono el sentir que el dolor es mío; tan sólo mío. ¿Acaso debo llorar?... ¿Y de qué me sirve el llanto?... Lo que necesito es un manto cosido con amor; porque entonces, ya no será sólo mío el dolor sino también suyo; ¡dolor de dos! En verdad sólo puede compartir el dolor quien ha compartido, antes, el amor.
Jesús, con su grito estremecedor ha asumido todo grito y desesperanzas humanos. Y ha hecho suyos nuestros abandonos y nuestros dramas personales y colectivos. El grito de Jesús no es sólo estética o inevitable desahogo; es pura y profunda teología, que sólo logramos comprender cuando lo unimos al artículo del credo, “Descendió a los infiernos”.
Si no hubiera existido un Dios sufriente en nuestra historia, universal y personal, el mal recaería tan solo sobre nosotros y nos aplastaría. Por el contrario, porque existe un Dios Emmanuel, que siempre “está con nosotros”, hasta el mal del abandono y de la soledad han sido vencidos. También en el momento de la muerte.
3.- Un grito siempre actual en la historia… Como en otras palabras de Jesús en la cruz, en esta cuarta, se nos pide saber contemplar el grito de dolor encarnado en la actualidad de tantos hermanos y hermanas nuestros abandonados, que ni siquiera se atreven a expresarse o a gritar como Jesús; hacen realidad que “los sufrimientos y los silencios inconfesables y más hondos, son nuestros personales infiernos”.
Con humildad y respeto confieso que he palpado muchas soledades y abandonos de hermanos y hermanas dominicanos de hoy, en esta bendita y bendecida tierra: los niños haitianos y dominicanos en barrios como Café, de Herrera; los niños y niñas de la calle; los niños y niñas especiales no suficientemente atendidos, ni tampoco a sus madres: niños ciegos, sordos, o con enfermedades poco comunes; el hacinamiento de presidiarios en nuestras cárceles; los cientos de hermanos sin-techo, abandonados a su suerte, en nuestras calles; enfermos que no tienen acceso digno a los centros de salud; los fallecidos en total soledad por la epidemia del Covid; quienes están en los semáforos, o con sus pequeños carritos callejeros, vendiendo para sobrevivir; los migrantes sin papeles ni documentación; tantas adolescentes embarazadas y repudiadas; los adictos a las bancas y casinos, y quienes lo son a los más variados tipos de toxicomanías; los obligados a ser, y quienes se ofrecen como mercancía sexual en cabañas, en el malecón o en las esquinas de los barrios; las viudas y los adultos mayores, enfermos crónicos, crucificados en su soledad; los arruinados económicamente y los desocupados de larga duración; los depresivos y enfermos psíquicos sin recursos; las mujeres maltratadas por la violencia machista; los castigados por leyes y sentencias injustas; los que sufren el peso y las consecuencias de la corrupción; los acosados por las redes, en sus más crueles y cobardes formas; los fracasados en sus relaciones familiares, y quienes han perdido hasta el sentido de su vida…
En todos ellos, y en otros muchos, Jesús sigue gritando hoy al Padre: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". La pasión, la soledad y el abandono de Jesús continúan siendo actuales, aquí y ahora. Lo dijo el filósofo Blas Pascal, parafraseando al Apóstol Pablo: “A pesar de ser resucitado, Tú, Jesús, estarás en agonía hasta el final de los tiempos”. ¡Con qué realismo y acierto lo expresó también la madre Teresa de Calcuta!:
Tú exclamas por boca de los desesperados: “¡Pase de mí este cáliz!”. Tú preguntas con los torturados: “¿Por qué me haces daño?”. Tú sigues siendo condenado injustamente en los inocentes. Tú eres coronado de espinas en campos de refugiados. Tú eres azotado en el dolor de clínicas y hospitales. Tú repites la vía del dolor en emigrantes y exiliados. Tú sigues abandonado en miles de desesperados. Sigue siendo verdad que estarás en agonía hasta el fin de los siglos…
En Ti, Jesucristo abandonado, escuchamos una y otra vez:
Si nadie te ama, mi alegría es amarte. Si lloras, estoy deseando consolarte. Si eres débil, te daré mi fuerza y mi energía. Si nadie te necesita, yo te busco. Si eres inútil, yo no puedo prescindir de ti. 5 Si estás vacío, mi llenura te colmará. Si tienes miedo, te llevo sobre mis espaldas. Si quieres caminar, iré contigo. Si me llamas, vendré siempre. Si te pierdes, no dormiré hasta encontrarte. Si estás cansado, soy tu descanso. Si pecas, soy tu perdón. Si me pides, soy don para ti. Si me necesitas, te digo: “Estoy aquí, dentro de ti”. Si te resistes, no quiero que hagas nada por la fuerza. Si estás a oscuras, soy lámpara para tus pasos. Si tienes hambre, soy pan de vida para ti. Si eres infiel, yo soy fiel. Si quieres conversar, yo te escucho siempre. Si me miras, verás la verdad de tu corazón. Si estás en prisión, te voy a liberar. Si te quiebras, te curo todas las fracturas. Si estás excluido, yo soy tu aliado. Si todos te olvidan, mis entrañas se estremecen recordándote. ¡Si no tienes a nadie, me tienes a mí!
Al final, siempre nos queda una certeza: aunque nosotros te abandonemos, Señor, Tú nunca nos abandonas. ¡Aunque fuiste abandonado, Tú no nos dejarás solos jamás!... Como escribe el Apóstol Pablo: “¿Qué o quién podrá separarnos del amor de Dios?”… “¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, el peligro, la espada?” (Rm 8, 35-36)... Tu Amor, Jesucristo, hacia cada uno de nosotros es más fuerte que la misma muerte. En Ti, contigo y por Ti, nunca estaremos solos ni abandonados. Es nuestro mayor secreto para vivir con autenticidad y esperanza y poder regalar vida a quien la necesite.
4.- Un abandono esperanzador y fecundo… Debo concluir: “¿Qué se nos pide en esta cuarta palabra?”... “¿Cuál es su sentido más original y fecundo?”… -Además de contemplar al crucificado-abandonado y de estar al lado de los nuevos crucificados-abandonados de hoy, debemos reforzar una actitud positiva y de entrega: la expresada y vivida por Carlos de Foucauld, a quien se canonizará en el próximo mes de mayo. Pidamos al Espíritu Santo, hacer nuestra la Oración del abandono, porque entonces todo abandono encontrará su sentido más hondo, pleno y fecundo:
Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí, te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo y lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumple en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Dios mío. Pongo mi vida en tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón. Porque te amo y porque, para mí, amarte es darme y abandonarme en tus manos sin medida, con infinita confianza. Porque Tú eres mi Padre. Amén.
Quien experimenta este abandono positivo, como hijo de Dios y hermano y discípulo de Jesucristo, a la pregunta “Padre, ¿Por qué me has abandonado?”, la respuesta no puede ser otra: “Hijo querido, para que, radicalmente libre de todo, aprendas a abandonarte en mí”. Si así lo hacemos, no sólo no perderemos nada, sino que ganaremos todo; nuestra vida será auténticamente el arte de vivir abandonados constantemente en Dios, para que Él pueda vivir incesantemente en nosotros.