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Tiro de Gracia

No dejes que los periodistas metan sus narices

No meter la nariz donde no se debe.

No meter la nariz donde no se debe.

Nunca me han amenazado de muerte. Ni de vida. Lo peor ha sido poner el mar de por medio a mi sentir. Fue una medida simpática, parecida a aquel pasaje bíblico cuando Poncio Pilatos dejó la suerte de Jesús en manos de una plebe cegada por la sed.

Hasta el presente me ha tocado ser periodista alejado del estruendo de bombas y misiles. Sin embargo, he sido insultado a ratos por gente variopinta. Eso no me obliga a voltearle el rostro a las tragedias. Todos los días enfrento al mundo cultural donde me muevo. Llevo 47 años ejerciendo un oficio de cara sol. Me muevo entre luces y sombras que buscan la manera de salir adelante con sus escritos a cuesta. Pero no me dejo confundir: los personajes que entrevisto, los reportajes que escribo, los autores que me niegan y los que llaman a mi puerta en busca de un rostro reflexivo, volverán un día a ser causa de mi imposible resurrección.

Yo también soy uno de ellos, pero he aprendido a no soñar. Todos juntos formamos un conjunto de aves migratorias que sueñan con ser eternas.

Distingo el oficio que ejerzo y he ejercido. Lo admiro. Me incluyo en él y le he jurado lealtad. Pero tengo un defecto que todavía anda rondando como ratón enjaulado dentro de mi estómago: meto las narices donde no debo.

Esa vocación crítica no es un acto para llamar la atención, sino una necesidad subjetiva de imponer desasosiego. Me han cerrado puertas sin disparar. Me han negado espacios merecidos. Pero no han impedido que diga lo que siento. Soy incapaz de buscar las manchas de un libro ya elogiado, ni aplaudir un filme de pacotilla aunque esté dirigido por alguien que merece mi respeto. Miro de reojo a los que buscan trepar sobre mis hombros en busca de fama.

Eso me ha obligado a atrincherarme en el pequeño espacio de un diario al que le he dedica más de dos décadas de mi vida. Ahí no busco recompensas. Solo pretendo que los jóvenes que pasan por mis manos no se conformen con mirar el lado claro de la vida.

El periodismo cultural no entraña guerras, pero tampoco evita zafarranchos. Desgasta. Su sacrificio es un hilo que no llena la testa de orificios, pero se enreda en el cuello.

Decisiones erradas se toman todos los días. Premiaciones injustas. Promociones amigables. Empleos indebidos. Salarios a cortapelo: Siempre la lealtad va por encima de la eficiencia. Contra todos esos vicios el periodista debe meter sus narices y no debe temer que se la corten o se la intenten cortar.

El mundo es un buen negocio donde se llama al más cercano. Muchos se estancan por la ausencia de narices para alzar poner las cartas sobre la mesa.

Una vez, en mi lejana Cuba, un periodista inventó la caricatura de un personaje oficialista, vestido de payaso y cubierto con bombín. Y la publicó. Y no pasó nada.

Otro, puso fuera de combate a un minusválido. También pasó al olvido. Estas historias no merodean cataclismos. El periodismo cultural también recibe fuego cruzado, con morteros, lanza llamas y tanques invisibles. Los que impiden mirar el mundo como es solo conocen un color. No me refiero al poder circunstancal, sino a amistades, relaciones, vínculos familiares y jerarquías peligrosas.

Con marea alta o baja la noticia sobrevive. En Santo Domingo todavía se mira por encima del hombro al que sale a buscar la verdad todos los días, sin mirar su color.

Pero al final este regresa a la redacción con sus legajos y allí se sabe quién es quién.

El verdadero periodista no tiene precio, ni busca un papel cuadriculado. Solo le importa contar una historia desde su punto de vista, y esperar al día de mañana para escribir otra mientras un poderoso lo insulta y lo aniquila.

Quemarse las pestañas para que otro lleve pastos al granero puede ser un molde que no siempre produce lo mejor. A la hora buena siempre aparece el periodista y los moros comienzan a temblar, a proteger lo suyo (casi siempre, ajeno).

Ese es el precio por tener nariz apetecible. Nunca de madera que se pueda cortar, como la de Pinocho cuando no era un niño de verdad.

Tinta Roja, filme peruano de Paco Lombardi.

Spotlight, la multipremiada película, referente del buen periodismo de investigación.

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