OTEANDO
La imborrable huella de un amor
Era la duermevela de una infrecuente siesta vespertina del miércoles pasado a eso de las siete de la noche. La intermitencia del viento traía a (y alejaba de) mis oídos unas melodías que me produjeron una mezcla de nostalgia y melancolía. Uno de los estribillos decía “fun, fun, fun 25 de diciembre, fun, fun , fun”, el otro, “Belén, Belén, campanas de Belén”. Entonces evoqué ese atuendo de los años sesenta envolvente de su delgada, pero excesivamente dulce figura, dueña de un candor que aún conserva, que se resiste al paso de los años, tatuada desde entonces en mis pupilas y cuya resistencia a desaparecer solo es comparable con la de esa arañita que acompaña mi visión desde el día en que sufrí mi primer desprendimiento de vítreo posterior.
Así fui conducido en mi retrospectivo despertar por el sendero de mi hermosa infancia dajabonera, cuando ella, cantándome villancicos y canciones de “la nueva ola” -que hoy ya es vieja-, daba toques a mi rutinario acicalamiento de las más bonitas tardes que jamás viví, colocándome encima de una mesita de madera para, con sus santas manos, abotonar mis breteles o arreglar el cuello de un “marinero” comprado solo para lucir en domingo, lustrar el charol de mis botitas blancas y ponerme en condiciones de sentarme a esperar la ansiada llegada de papá, que nunca dejaba de traer consigo los sabrosos bizcochos que nos compraba en la parada de “abajo el palo”, al comienzo de la avenida Hermanas Mirabal de la ciudad de Santiago.
Así fue y ha sido ella siempre. Por correlato de las punzadas que ha recibido su alma ha querido y sabido proyectar hacia los demás la vivencia de una alegría que solo ella podrá certificar si auténticamente sentida o magistralmente esculpida a fuerza de negación del mal para su conversión en bien o, acaso, para hacer menos desdichada y triste la vida de los que ama. Nunca da por terminado su sentido compromiso de cuidarme, en un ejercicio realmente metafísico que parece ver en mí la continuidad de su total ontología francamente amenazada por mi irremediable finitud que, como la de todos, también un día será.
Por eso quiero honrarla colocando su figura sobre la peana eterna de lo escrito y que su nombre sea pronunciado en la exclusiva lista de los que burilaron mi existencia. Ella es mi hermana mayor, Ana Casilda (Negrita) Soriano.