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EL DEDO EN EL GATILLO

No hay nada peor que un periodista

A pesar de mis ron­queras y miradas furtivas, estoy con­vencido de tener más cerca el mun­do. No sé a dónde iré cuando todo esto termine, ni si mi alma quedará difuminada igual que los dinosauros que me precedie­ron. Como ellos, también soy un animal y la mayor proeza de mi vida es rasgarme la piel cuando la mente crece más de lo debido.

El sitio donde se nace y crece es hermoso. Se mete en la me­moria como una bala imposible de extraer. Dentro de esa me­moria viven los amigos no man­chados, esos que ayer lo dieron todo por una mano bien estre­chada. Tuve y tengo muchos amigos habaneros. Pocos han sido como Omar Perdomo, al­guien desbordado en gratitud con su hija y problemas a cues­tas en tiempos de problemas. Supo soportar lo peor, pero ja­más inclinó la frente ni se hizo de rogar. Laboró junto a Nico­lás Guillén mucho antes de mi llegada a la mal llamada “fin­ca” intelectual. Sin embargo, cuando integré la plantilla de la UNEAC, Perdomo salió por la puerta de atrás, con un expe­diente en contra. Guillén nada pudo hacer por él, como tampo­co pudo hacerlo por su amigo Heberto Padilla. No podía.

A Perdomo le sucedió igual que en aquellas películas donde el protagonista prefiere no in­clinarse antes que ser chivo ex­piatorio. Creí en su bondad y no por ser su amigo, sino por la so­lidez de sus argumentos. Pero la justicia oficial no pensó igual. Años después, sufrí en carne propia su misma decepción.

Lo cierto es que Perdomo nunca pidió nada, pero sus vic­timarios no se conformaron con verlo sangrar. Mis ruegos dentro de la UNEAC no quebraron las paredes y tuve que esperar por tiempos mejores para resarcir al buen amigo con mi buena fe. Al­guien como él llegó a un cargo oficial. Le narré al recién nom­brado funcionario la daga ofi­cialista clavada contra un sim­ple investigador literario, jamás conspirador, ni disidente.

Mi palabra y la buena fe del funcionario lo pusieron a prue­ba y en menos de un mes volvió a ser un profesional impecable. Fue un simple acto de justicia, y Perdomo siempre me agradeció el gesto desinteresado con que subsané aquel el error. Nada me debía: él. En mi lugar, hubiera he­cho lo mismo por mí.

En mis primeros meses do­minicanos conocí la muerte del funcionario que lo nombró en el nuevo cargo y le restableció un merecido salario para sobrevivir con su familia. Por suerte, aque­lla muerte inesperada no lo des­amparó. Perdomo ya había recu­perado su prestigio y publicaba antologías e investigaciones con regularidad y, con esos tomos, obtenía pequeños ingresos para, malo que bueno, proteger a los suyos.

Cuando el gobierno me autori­zó entrar a Cuba en busca de mi madre enferma, empleé algunas de mis tardes en recorrer librerías del ultramarino poblado de Re­gla, donde ella vivía. Y en ellas descubrí un mensaje del amigo que no volví a ver jamás: Textos añejos, de mi propia autoría, se incluían en sus antologías. Aquel descubrimiento fue como un so­plo de aire puro en mi rostro.

Durante mi primera visita a Santo Domingo, descubrí algu­nos ejemplares de mi primer li­bro publicado en Cuba, “En las líneas del triunfo”, empolvado en los estantes del Economato de la UASD.

-Siempre llegan libros cuba­nos. Aquí los solicitan. Al princi­pio se venden, pero después no llaman la atención –me confesó el gerente universitario.

Este episodio me devolvió a otro más sublime: Meses des­pués de la edición príncipe de aquella obra (1975), un vecino regresó del oriente cubano con varios ejemplares dentro de un cartucho comercial:

-Estaban en una bodega, con­fundidos entre frijoles, azúcar, sobres de café y cajetillas de ci­garros –me dijo.

Esos episodios me advirtieron el destino de mi primer sueño li­terario: O no llegó a las direccio­nes correctas, o fue ubicado a la buena de Dios.

Todavía conservo, en mi co­rreo electrónico, el último men­saje de Perdomo. Data de 2011 y su texto es breve: “Hermano, siempre”. Días después, compró un boleto de ida al más allá.

Lo recuerdo ahora porque su­po luchar contracorriente a pe­sar de caer en desgracia. En esas circunstancias, es muy difícil re­cuperar la confianza en uno mis­mo. Sin embargo, él pudo le­vantarse y emprender nuevos rumbos con vientos en contra y dagas en su espalda.

Eran tiempos de soñar con utopías exóticas. Vi mi primer li­bro impreso y, por obra y gracia de los caprichos de mi memoria, llegué a creerme un semidiós. Y también vi a un amigo caer, le­vantarse y renacer hasta volver a hundirse en el mar. Fueron mo­mentos pasados por alto enton­ces. Ahora, al recordarlos, en­tiendo la magnitud de la lava del volcán, aunque no me arre­piento de los espacios afecti­vos que implicaron proezas li­brescas que no eran tales. Pero no he confesado lo mejor: Fue Omar Perdomo quien adelan­tó mis propios descalabros cu­banos, llegados poco después: Siempre con verbo adecuado y afecto sincero.

Su voz baja, su rostro gris y su mirada temerosa, trasmitieron mensajes imposibles para mí en esos tiempos de “gloria”: Tenía el donaire para descubrir fantas­mas detrás de cada puerta que cruzara. Ni un simple policía es peor que un periodista.

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