MIRANDO POR EL RETROVISOR

El “no” también aporta

Una de las cosas que más agradezco a mis padres es las tantas veces que me dijeron "No". Ahora si puedo aquilatar el valor que tuvo para mi formación no complacerme en todo cuanto pedía o anhelaba en mi niñez y adolescencia.

Me ayudaron a entender que no todo era posible, a crecer con entereza en un hogar pobre y de tantas carencias, pero sobre todo a forjar un carácter que me ha permitido sobreponerme a múltiples adversidades sin caer en la ansiedad y la desesperación.

Somos ocho hijos –cuatro hembras y cuatro varones- y nuestro desayuno fue con bastante frecuencia un pan de agua con café claro (aquel que pasaban por segunda ocasión por el colador) y en el mejor de los días con un chocolate de agua.

Recuerdo que a veces debíamos esperar casi cerca del mediodía a que papá retornara de la calle con el dinero para el almuerzo. Apenas alcanzaba para un arroz con huevo o pica pica y con eso nos sosteníamos muchas veces hasta el día siguiente. En circunstancias como esas no había espacio para la ñoñería o ser selectivo con la comida. Era eso o nada.

En nuestro diccionario no existió la palabra "merienda", dormíamos en incómodas camas tipo “sándwich” y con un paño sostenido por dos alfileres, en lugar del pañal desechable que ahora permite descansar toda la noche.

"No hay dinero para helados”, escuché varias veces decir a mi padre cuando pasaba la guagua que ofertaba barquillas de vainilla y chocolate, con ese peculiar sonido que incitaba infructuosamente el paladar.

“No” teníamos abanicos para mitigar el calor y espantar los mosquitos, quizás un cartón que no necesitaba energía eléctrica o de su sustituto, el inversor.

La papera, el sarampión y la varicela nos dieron con intensidad. "No" tuvimos desayuno, almuerzo y merienda escolar. "No" había mochilas para recorrer largas distancias con nuestros pesados libros y cuadernos.

"No" teníamos a nuestros padres ayudándonos con las tareas y hasta haciéndolas por nosotros.

Debíamos salir a camino solitos.

Estaba muy niño para recordarlo, pero según me contaron mis hermanos con más edad, la guerra de Abril de 1965 la pasamos en la casa paterna ubicada en el sector Villas Agrícolas de la capital, sin poder salir de la vivienda un segundo, en un encierro peor que el de la actual pandemia del Covid.

No faltó la comida porque el propietario de un colmado apodado "pijo" suplió de comestibles "fiados" a mi padre, plenamente seguro de que le pagaría esa deuda tan pronto concluyera el conflicto bélico.

Cuando la magia del televisor llegó a la casa, en un tiempo de mayor holgura económica, fue bajo la regla de que "no" podíamos pasar la mayor parte del día y noche frente a ese aparato, en detrimento de nuestras responsabilidades en el hogar.

Claro también hubo espacio para el "sí" y aceptábamos uno y otro sin hacer berrinches, refunfuñar o poner mala cara porque tan solo una mirada de nuestros padres era suficiente para cortar de cuajo cualquier insatisfacción.

“Sí” hubo una educación acrisolada, “sí” tuvimos padres que nos inculcaron el valor de la honestidad aun en medio de las carencias y “sí” crecimos rodeados de principios que terminaron marcando la diferencia.

Ahora escucho a padres decir con orgullo: "le doy a mis hijos todo lo que pidan, porque no quiero que pasen lo que yo pasé". Los profesionales de la conducta advierten que, en ese afán de crear vínculos con sus hijos y asumir una actitud paternalista, esos padres caen en el extremo de darles todo bajo el pretexto de brindarles calidad de vida.

El "no" está ausente en la educación de gran parte de niños y adolescentes que ahora crecen como nativos digitales y a quienes ya etiquetan como "la generación de cristal" porque se quiebran ante cualquier insignificante adversidad.

La filósofa española Montserrat Nebrera relacionó a estos hijos con el cristal debido a la dualidad transparencia/fragilidad emocional que caracteriza su personalidad y comportamiento, contrario a aquella generación de hierro que se forjó en medio de tantas necesidades.

No sé si realmente tantos “no” forjaron esa generación de hierro y el permanente “sí” a la actual de cristal, tan intolerante incluso a los cuestionamientos de sus propios padres y emocionalmente inestable.

Solo preocupa ver a niños actualmente quebrarse ante cualquier adversidad, quejarse por todo y hacer un berrinche solo porque tienen cinco minutos sin el servicio de internet.

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