Opinión

El dedo en el gatillo

Un pichón de periodista

No me bastó la poesía. Mi firma inundó la prensa cubana con artículos tan rojos como el ala quebrada de un pájaro sagrado. Buscaba textos eufemistas, con simpatías políticas, no solo ideológicas.

Creí coger al diablo por las barbas y mi mayor felicidad llegaba en letra impresa. Era la prueba de mi ciega militancia. Hoy esos escritos deben andar por los archivos cubanos y el día en que se abran las compuertas, casi todos se van a reír de mí.

En ellos convocaba la lectura de libros mal escritos, mal traducidos y llenos de pretenciones inconexas. Ante esos bodrios, mis palabras siempre se adornaban con frases laudatorias. Muy pocas excepciones.

Mis amigos de la prensa, también rojos, guardaban algunas escrituras en sus gavetas oxidadas como pedradas de olvido. Me hacían un gran favor, aunque desde mi punto de vista, no. Y los impresos nacieron de la mano de un buen corrector de estilo. Eran días de ensueño y llegué a creerme un semidios. Después, combiné mi temprano oportunismo con investigaciones entusiastas, carentes de reflexión.

A mediados de los años setenta del pasado siglo XX, presenté una ponencia al Seminario Juvenil de Estudios Martianos. En ella traté de “humanizar” a José Martí por sus elogios a Carlos Marx con motivo del fallecimiento del filósofo alemán. Mi ceguera política colocó en el bolsillo del Apóstol un carné del Partido Comunista. Mientras leía aquel escrito, los reunidos en el seminario se miraban asombrados. Yo forzaba la tuerca en el tornillo en vez de enroscarla. Aquella ponencia fue revisada, y la revista “Revolución y Cultura” se encargó de difundirla. Al igual que su autor, los optusos me abrieron espacios estelares.

Esa fue mi graduación en el mundillo intelectual oficialista. Me sentí útil, ligado al falso reclamo de mi tiempo. Después, mis incursiones artículistas se multiplicaron. Unas más convincentes que otras, pero todas atadas a un canon de raíces rojas. No sabía bien a dónde quería llegar. De lo que sí estaba convencido era de mi utilidad pública al servicio de un regimen que me estaba lavando el cerebro. Era demasiado joven para darme cuenta de que el mundo era distinto. No estaba en condiciones de comprender mi encierro en las redes del poder.

Hoy miro esos escritos de reojo, como si su autor fuera otro. Pero algo es innegable: Llevan mi firma. Y no me arrepiento de ellos. Estoy orgulloso de sus manchas y carismas porque, en definitiva, fueron mi verdadero retrato de entonces: Carecía de la más remota idea del verdadero periodisno, ni de lo que significaba un artículo de fondo, ni de pensamiemto, ni de investigación histórica. Solo siento vergüenza de pensar en la cara que pondrían mis antepasados si me vieran reconstruir esos trabajos para introducirles otros valores distintos a los que mis lectores de entonces dieron como ciertos. De seguro sus recias manos habrían dejado marcas en mis mejillas, no por escribirlos, sino por borrar lo ya creado.

En la guerra y en la paz se toman decisiones encontradas, muchas veces a conciencia del riesgo sobre ellas.

Allá en La Habana descansan mis artículos de ayer. Están debidamente conservados y cuidados como mis compatriotas suelen hacer, sin importar la frustración política del firmante. Mi error no fue escribirlos, sino pensar que la política debería llevar al poder determinada ideología.

Algunos amigos se dieron cuenta de mi fanatismo creativo y me indujeron a cambiar temas y propósitos: Escribí de cine y de autores menos complicados, comencé a entender la faceta vital del periodismo: Transcurre y cambia, siempre en busca de la quinta pata de la mesa. Y la lección me llevó también a intentar otros géneros, a revolcarme en las entrañas de la técnica.

Solo somos la experiencia que escribimos. Los lobos, cuando tienen hambre, matan a uno de la manada para preservar la especie. No es un salvajismo. Es el valor de la sobreviviencia. Igual sucede con la manada de aquellos escritos que sobrevivirán aunque alguno me lleve ante la justicia divina por haberla asesinado.

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