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Ante una posible desnaturalización de la inmunidad parlamentaria

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José Manuel Arias M.Santo Domingo

Es innegable que en los últimos años hemos venido observando cierta degradación en la forma en la que muchas personas se expresan, donde el irrespeto, la desconsideración y la descalificación se ponen en evidencia; sin embargo, es claro que cuando esa forma cobra fuerza en quienes ostentan determinada posición pública adquiere ribetes de preocupación, lo que se agrava cuando se trata de un legislador.

Cuando sostenemos que en el caso de los legisladores esta preocupación se agrava y que incluso resulta desalentador que esa manera de expresar sus ideas y puntos de vista encuentre eco en el Congreso Nacional, lo hacemos porque se trata del escenario donde se reglamenta la vida institucional del país, lo que a su vez exige de sus integrantes un comportamiento correcto, sosegado, maduro, bien pensado, lo que incluye los códigos de comunicación que deben ser observados cuando se hace uso de la palabra en ese salón augusto.

En ese sentido, me atemoriza pensar que “algunos legisladores” pudieran estar confundiendo la llamada “inmunidad por opinión” que consagra el artículo 85 de la Constitución, pues una cosa es que los integrantes de ambas cámaras gocen de “inmunidad por las opiniones que expresen en las sesiones” y otra muy distinta es que haciendo un uso incorrecto de esta prerrogativa se abuse de la misma; creer esto y usar ese escenario solemne para la utilización de términos impublicables es una errónea apreciación sobre la referida figura.

Es que desde sus orígenes -y es lo que explica esta protección al legislador- la inmunidad parlamentaria fue concebida por la necesidad de salvar el vacío existente en el Poder Judicial que aún permanecía en medio de un régimen monárquico y “se hizo necesario crear un conjunto de mecanismos que garantizaran la libertad de los cuerpos legislativos para emitir sus opiniones y ejercer sus funciones, sin miedo a represalias por parte de los demás poderes”. Esta obedeció a la separación de los poderes del Estado, principalmente en las monarquías parlamentarias y con la finalidad de proteger al Poder Legislativo de los excesos del monarca.

En ese sentido, la inmunidad parlamentaria no tiene cabida propiamente en un régimen democrático, habida cuenta de que cada quien es libre de expresar sus ideas sin temor a represalias por parte de los demás poderes del Estado, pero que ni en aquel momento ni mucho menos ahora implicó ni puede implicar una licencia abierta para que desde esa tribuna de la democracia se profieran todo tipo de improperios y descalificaciones personales que distan mucho del lenguaje que debe adornar y del que debe hacer uso y gala un representante de ese importante Poder del Estado.

Esta figura jurídica no es nueva en nuestra legislación, pues data de “octubre de 1966”, contemplándose para entonces que si bien los legisladores podían ser enjuiciados durante el período para el que fueron elegidos “no podían cumplir sentencia” mientras estuvieran desempeñando su función. Posteriormente la Constitución del 2002 mantuvo vigente dicho régimen, prevaleciendo que sólo se permitía el arresto de un legislador en caso de flagrante delito, pero claro, con la salvedad anteriormente indicada.

Dos cuatrienios después se modificó la Carta Magna, consignado la protección de la función legislativa, estableciendo que “ningún senador o diputado podrá ser privado de su libertad durante la legislatura, sin la autorización de la cámara a que pertenezca, salvo el caso de que sea aprehendido en el momento de la comisión de un crimen”. Es decir, que sólo en el caso de la comisión de un crimen y que sea aprehendido durante su comisión un legislador puede ser privado de libertad. En los demás casos sólo “su cámara” puede levantar la inmunidad parlamentaria para que pase a convertirse en un simple mortal y pueda ser juzgado, lo que constituye una aberración de cara al principio de igualdad ante la ley.

Se acerca al umbral de la quimera el postulado enunciado en el artículo 87 de dicha Norma Suprema en el sentido de que “la inmunidad parlamentaria consagrada… no constituye un privilegio personal del legislador, sino una prerrogativa de la cámara a que pertenece”, puesto que si bien consagra que “no impide que al cesar el mandato congresual puedan impulsarse las acciones que procedan en derecho”, deja intacta la prohibición de la persecución durante su mandato, con la única excepción de la flagrancia.

Es muy importante que se empiece a pensar en la posibilidad de adecuar esta prerrogativa parlamentaria, de tal manera que sólo subsista en el aspecto funcional; así se lograrían mayores niveles de transparencia, pues si el órgano persecutor puede iniciar una investigación sin ningún tipo de autorización en contra de cualquier integrante de los demás poderes del Estado (Poder Judicial y Poder Ejecutivo), se produce una desigualdad cuando para esos fines tiene que contar con la autorización del propio órgano al que pertenece el investigado en el caso de los legisladores.

De manera que esa inmunidad parlamentaria tiene que ser entendida en su verdadera esencia, de forma que no se abuse de la misma, evitando caer en las descalificaciones de tipo personal, procurando que la misma no sea interpretada como libertad desenfrenada para decir lo que se quiera, cuando, cómo y en contra de quien se quiera sin reparo alguno, ni mucho menos como valladar para posibles investigaciones y sometimientos ante cualquier acto que atente contra la ley y las buenas costumbres, con la única sujeción al debido proceso y no a privilegios subyacentes de un escenario ya superado con creces.

En definitiva, tal y como hemos señalado, una cosa es que los integrantes de ambas cámaras gocen de “inmunidad por las opiniones que expresen en las sesiones” y otra muy distinta es que haciendo un uso incorrecto de esta prerrogativa se abuse de la misma, y como en ocasiones hemos podido ver y escuchar comportamientos y expresiones inapropiadas, entendemos que nos encontramos ante una posible desnaturalización de la “inmunidad parlamentaria”.

El autor es juez titular de la Segunda Sala del Tribunal de Ejecución de la Pena del Departamento Judicial de San Cristóbal, con sede en el Distrito Judicial de Peravia.

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