Opinión

EL DEDO EN EL GATILLO

Redonda y viene en caja cuadrada

Siempre he sido un bateador de líneas cortas. Jamás recorrí las bases por sacar la bola fuera del terreno. Desde que aprendí a batear con palos de escoba, el taco de madera salía con la fuerza de mis brazos por todo el cuadro o a lo corto de los jardines. No jugué en pequeñas ligas aunque fui reclutado por un escucha cuando estudiaba en octavo grado por lanzar la bola por el lado del brazo a 90 millas. Todo quedó ahí porque el día del tryout los nervios se amarraron a mis pies: la curva no acaba de cuajar, las rectas perdieron su esplendor y el radar cubano no llegó a marcar ni las 80 millas. Decidí, entonces, sobrevivir en el béisbol por mi buena vista.

Iba a correr todos los días a un parque habanero donde un terreno de béisbol me tentaba a unirme a un grupo de amigos en busca de sueños perdidos. En un juego simulado elevé la eféride a lo profundo de mi izquierda. Pero solo fue una vez, casi de chepa, pero la bola no salió del parque.

En varios juegos, durante el Servicio Militar Obligatorio, no saqué la bola del cuadro, pero aprendí a jugar en los jardines y en esas nuevas posiciones, mis atrapadas merecieron aplausos. Pero no bateaba.

En mi etapa de estudiante universitario, integré el equipo de mi facultad como cátcher, no por mi talento para ocultar señas ni aparar piconazos, sino porque recibía rectas, sliders, sinkers y curvas sin usar careta. Con bate en mano, seguía siendo un out vestido de pelotero. Pero una vez, un pitcher del equipo contrario lanzaba pedradas y alardeaba de un juego perfecto. Me lanzó a lo alto del plato y conecté la bola entre primera y segunda. Aquel lanzador se incomodó porque le rompí su record. Juró golpearme durante su próximo turno al bate, pero chocó con la estrategia de mi manager: a la siguiente entrada, me sentó. A duras penas el juego concluyó con otro cátcher sin careta, tembloroso y haciendo malabares.

El derecho, la literatura, la paternidad y el descontento me separaron de aquel pasatiempo y me alejé del béisbol al igual que de mi tierra natal.

Sin embargo, lo que está para uno siempre aparece en el camino aunque la seda intente augurar estrategias promisorias.

Trabajé durante cuatro años en un campamento de béisbol en Santo Domingo. Respetaba mi trabajo y nunca más jugué.

De todas formas, esas experiencias encendieron el fanatismo perdido. Si en Cuba fui un ferviente admirador del equipo Industriales, mi experiencia dominicana me llevó a cegarme con el team de los Dodgers de Los Ángeles. Nunca usé cachuchas pero sí un inmenso abrigo con el nombre de mi equipo en letras grandes. Mi madre llegó de Cuba en silla de ruedas con una cachucha del equipo Industriales sobre su cabellera blanca gracias a la impronta de mi primo Francisco. Mi hijo corrió un maratón en Los Ángeles y en su día libre visitó el Dodger Stadium y adquirió varios suvenires, entre ellos una camiseta con el número y nombre de Clayton Kershaw, la cual conservo entre mis reliquias.

Cuando sueño, reconstruyo los juegos de mi equipo de Grandes Ligas. Lo curioso es que nunca me incluyo en ellos ni como espectador. Reconstruyo errores y aciertos de mis jugadores favoritos y cuando un cubano o un dominicano es firmado y sale con el uniforme azul a defender el emblema de la ciudad de California, despierto feliz.

Si he narrado esta obsesión es por vivir con los pies sobre la tierra. Me he dado cuenta de que tengo 71 años y lo único que he hecho en esta vida, malo o bueno, es trabajar. Solo hay un sitio destinado para cada quien sin importar cuánto demoremos en alcanzarlo. El mío andaba alejado del béisbol. Los peloteros no juegan toda la vida. Mis ídolos de ayer disfrutan sus proezas donde pueden: Un día se hundirán en la tierra que pisan. Hoy son felices porque encendieron que hacer soñar vale la pena. Los fanáticos y cronistas quedaremos como las burbujas en una botella de licor. Estaremos atados al amor por una marca, un nombre, un play y un equipo cada noche a favor de los grandes batazos y atrapadas. Somos malos plagiarios y nos conformamos en mirar cómo los años nos entierran tratando de copiar modelos fuera de contexto.

El béisbol, quiere ser lo mismo, pero para suerte de los fanáticos, se ha modernizado. No pienso como Julio Iglesias que “La vida sigue igual”. Toda fórmula que busca eternidad termina incendiada por una mano oculta y silenciosa, dentro o fuera del béisbol. Igual sucedió en la antigua Grecia con la famosa biblioteca de Alejandría.

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