Opinión

EL DEDO EN EL GATILLO

Los horrores de todos los días

Luis BeiroEDITOR LECTURAS DE DOMINGO

El verdadero periodis­ta lleva a cuestas sus errores. No puede re­mediarlos. Sucede al­go igual con su vida: siempre de prisa, con los platos en la mesa, las piletas tupidas y los za­patos a medio lustrar.

Me refiero al tipo de periodista que muere cada anochecer, autor de historias que valen la pena leer.

Siempre elige caminos largos y tortuosos. En vez de una histo­ria fácil, cotidiana, llena de adver­bios deslumbrantes, carentes de gerundios e infinitivos, se lanza a rastrear la tormenta complicada, crítica y peligrosa. Su decisión no es apresurada, pero sí su manera de transpirar. El dato importan­te aparece a la hora del cierre y a veces sin el necesario tiempo de relectura. Los correctores de es­tilo, sí existen, pero no se dignan en revisar lo que escribió. Solo de ver su nombre en el titular, dejan sus palabras al amparo de ellas mismas, sin una segunda lectura obligatoria.

No solo los periodistas salen al mar, sino también el tamaño de la historia que escriben junto a su nostalgia por sacarla la luz.

Podrán ensuciar su nombre. Decirle descuidado, poco profe­sional o cualquiera de esos epí­tetos que ciertos personajes han puesto de moda para minimi­zar honduras profesionales. Pero nunca podrán aplacar su llama.

No tendrá quien lo corrija, ni lectores con la lengua escondida, pero su olfato lleva el color de los amaneceres. Volverá al siguiente día con una sonrisa y el deber so­bre sus hombros. Buscará la me­jor historia y no se detendrá hasta verla impresa.

Con letras omitidas, frases im­perfectas, o comas ausentes, es­cribirá su texto con palabras san­grantes porque nacen del saber, de los conflictos humanos. Busca­rá esa historia, cueste lo que cues­te. Aunque olvide acentos, signos de interrogación o use palabras imperfectas.

El periodista es el guardián de su tiempo. Su protector más firme. No cree en los agujeros del desti­no, ni en prepotencias, y mucho menos en aquellos que se jactan en llamarle “mediático”.

Es el rostro de la verdad escon­dida en una selva oscura, y pa­ra hallarla, saldrá con la adarga al brazo. No hablo de un simula­dor de noticias o de un graduado variopinto que sueña con una es­trella en su frente: siempre maqui­llado y vestido de algodón. Solo hablo del quien llama las cosas por su nombre.

La política debiera ser como el norte de un país. El respeto a la tie­rra propia. Pero no lo es. Hoy sabe­mos que la raya del poder se cruza sin reparar en muros ni en cercas alambradas. Y la encartación es in­minente: El arbitraje del periodis­mo se complica, los hombres se di­viden y el dinero hace las veces de señuelo dentro y fuera de fronte­ras prohibidas.

En este siglo tener dinero seduce. Sueños son posibles por la magia del poder. Con relojes de marca se puede hacer de todo, menos com­prar a un periodista que no está en venta.

Un recuadro puede ser explicati­vo: dinero-periodistas-pistas falsas-dentelladas. Es la secuencia ingrata para aplastar a los intentables. Pero ese es un peligro menos importante para quien sabe andar con pie dere­cho aunque le cueste su estancia en la casa del Señor.

Sus verdaderas lágrimas caen sobre una historia mal impresa, llena de sus propias faltas -tal vez como su propio existir- y con una serie de preguntas a medio respon­der por la prisa del cierre.

Pertezco a esa clase. Uno de mis momentos más felices fue cuando cierto ególatra me llamó “perio­dista”. Lamento mucho que en su afán de gloria olvidara todo lo que debió aprender en una universi­dad. Pero esto no es lo importante. Lo realmente curioso es la magni­tud de su ego capaz de aplastar de un plumazo una profesión tan dig­na como la suya.

Este oficio no posee manía de gloria. Los profesionales llegan, pa­san y se suceden y siempre el últi­mo lo hace mejor. Pero escriben con fe. La gloria dura poco, si es que du­ra. Para un buen reportaje no bas­tan semanas de búsqueda. Su tex­to, con errores o no, pertenece “a un periódico de ayer”. Buscar la verdad y ponerla ante los ojos de la gente tiene un costo que no todos quieren pagar.

Sé que a estas alturas de mi vi­da, no soy ajeno a los gazapos. Pe­ro ahí vamos. Siempre encuentro algo bueno que decir sin importar la plataforma en que lo haga: Soy el recién nacido todos los días y so­lo trato de ser no ser otro más, con errores incluidos.

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