EL DEDO EN EL GATILLO
Los horrores de todos los días
El verdadero periodista lleva a cuestas sus errores. No puede remediarlos. Sucede algo igual con su vida: siempre de prisa, con los platos en la mesa, las piletas tupidas y los zapatos a medio lustrar.
Me refiero al tipo de periodista que muere cada anochecer, autor de historias que valen la pena leer.
Siempre elige caminos largos y tortuosos. En vez de una historia fácil, cotidiana, llena de adverbios deslumbrantes, carentes de gerundios e infinitivos, se lanza a rastrear la tormenta complicada, crítica y peligrosa. Su decisión no es apresurada, pero sí su manera de transpirar. El dato importante aparece a la hora del cierre y a veces sin el necesario tiempo de relectura. Los correctores de estilo, sí existen, pero no se dignan en revisar lo que escribió. Solo de ver su nombre en el titular, dejan sus palabras al amparo de ellas mismas, sin una segunda lectura obligatoria.
No solo los periodistas salen al mar, sino también el tamaño de la historia que escriben junto a su nostalgia por sacarla la luz.
Podrán ensuciar su nombre. Decirle descuidado, poco profesional o cualquiera de esos epítetos que ciertos personajes han puesto de moda para minimizar honduras profesionales. Pero nunca podrán aplacar su llama.
No tendrá quien lo corrija, ni lectores con la lengua escondida, pero su olfato lleva el color de los amaneceres. Volverá al siguiente día con una sonrisa y el deber sobre sus hombros. Buscará la mejor historia y no se detendrá hasta verla impresa.
Con letras omitidas, frases imperfectas, o comas ausentes, escribirá su texto con palabras sangrantes porque nacen del saber, de los conflictos humanos. Buscará esa historia, cueste lo que cueste. Aunque olvide acentos, signos de interrogación o use palabras imperfectas.
El periodista es el guardián de su tiempo. Su protector más firme. No cree en los agujeros del destino, ni en prepotencias, y mucho menos en aquellos que se jactan en llamarle “mediático”.
Es el rostro de la verdad escondida en una selva oscura, y para hallarla, saldrá con la adarga al brazo. No hablo de un simulador de noticias o de un graduado variopinto que sueña con una estrella en su frente: siempre maquillado y vestido de algodón. Solo hablo del quien llama las cosas por su nombre.
La política debiera ser como el norte de un país. El respeto a la tierra propia. Pero no lo es. Hoy sabemos que la raya del poder se cruza sin reparar en muros ni en cercas alambradas. Y la encartación es inminente: El arbitraje del periodismo se complica, los hombres se dividen y el dinero hace las veces de señuelo dentro y fuera de fronteras prohibidas.
En este siglo tener dinero seduce. Sueños son posibles por la magia del poder. Con relojes de marca se puede hacer de todo, menos comprar a un periodista que no está en venta.
Un recuadro puede ser explicativo: dinero-periodistas-pistas falsas-dentelladas. Es la secuencia ingrata para aplastar a los intentables. Pero ese es un peligro menos importante para quien sabe andar con pie derecho aunque le cueste su estancia en la casa del Señor.
Sus verdaderas lágrimas caen sobre una historia mal impresa, llena de sus propias faltas -tal vez como su propio existir- y con una serie de preguntas a medio responder por la prisa del cierre.
Pertezco a esa clase. Uno de mis momentos más felices fue cuando cierto ególatra me llamó “periodista”. Lamento mucho que en su afán de gloria olvidara todo lo que debió aprender en una universidad. Pero esto no es lo importante. Lo realmente curioso es la magnitud de su ego capaz de aplastar de un plumazo una profesión tan digna como la suya.
Este oficio no posee manía de gloria. Los profesionales llegan, pasan y se suceden y siempre el último lo hace mejor. Pero escriben con fe. La gloria dura poco, si es que dura. Para un buen reportaje no bastan semanas de búsqueda. Su texto, con errores o no, pertenece “a un periódico de ayer”. Buscar la verdad y ponerla ante los ojos de la gente tiene un costo que no todos quieren pagar.
Sé que a estas alturas de mi vida, no soy ajeno a los gazapos. Pero ahí vamos. Siempre encuentro algo bueno que decir sin importar la plataforma en que lo haga: Soy el recién nacido todos los días y solo trato de ser no ser otro más, con errores incluidos.