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EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD

Ante el pesimismo, apología romántica: hoy, el tiempo mejor

El romanticismo es, en una recargada acepción pragmática, el “show room” filosófico-emotivo de la revolución industrial y, entonces, eufemismo del “espíritu” capitalista.

Como meta-concepto, integra sub corrientes filosóficas post racionalistas y pre neopositivistas. Es apología de las capacidades humanas para enfrentar el destino y adecuar el mundo a las necesidades del Ser social; produce una movilidad intensa en la fe: desde ámbitos escolásticos a metódicos-científicos y tecnológicos. Es pragmático: desemboca en saberes y aparatajes teóricos, mecánicos y electrónicos para incrementar las capacidades, organizaciones, productividad y comodidad humanas.

Pruebas del éxito del romanticismo —surgido en 1770, dicen los textos— son los esfuerzos filosóficos que desembocaron en la sociología y economía “clásicas” y en los tratados filosóficos-políticos. Sus aplicaciones teóricas reformaron las sociedades y continúan incidiendo.

Planteando, primero discreta y cuasi metafóricamente, el constitucionalismo, separó los poderes; constituido en Norte político romántico, expresó jurídicamente la necesidad de repartir el Poder afín a la realidad social del Poder, desconocida por los absolutismos monárquicos.

Incita observar que cuando Friedrich Nietzsche murió (1900) Europa vivía una de sus más intensas y formidables transformaciones tecnológicas. A causa de esta, miles de millones de seres humanos empezarían a superar las condiciones de vida pre-capitalistas, derivadas del estatuto de naturaleza de sus entornos socio-políticos y de la preeminencia de la visión secular sobre los fenómenos de la naturaleza, la sociedad y la psiquis.

Aunque nacido de la negociación con el poder real (eclesiástico), incluyendo una teoría sobre las ideas que validaba a Dios —ideas innatas—, el racionalismo de Descartes impulsó definitivamente ese espíritu que proclama la libertad espiritual e interior como condición de su existencia. En lo tecnológico, su punto de partida fue un hombre: Robert Fulton: en 1803 perfeccionó la idea sepultada de Blasco de Garay, lanzando al Sena un barco propulsado por una rueda con paletas movida por una máquina de vapor. En 1807 lo botó al río Hudson, recorriendo 240 km.

Cuando Nietzsche expiraba, París acogía la décima Exposición de París, puro romanticismo hecho carne. Iniciada en 1798 —diez años después de la fracasada “Revolución”—, promovía y mostraba los logros nacionales en “agricultura progresiva” y tecnología.

Varios países europeos asumieron el modelo, para competir. En Inglaterra fue bautizada “Gran Exposición de Londres” y, por su carácter “internacional”, superó la original. Un siglo más tarde, cautivaba a Rubén Darío, en América latina. A Dominicana ingresó en la post-Restauración.

A la fe en las ciencias y la validación de la experiencia como fuentes de la verdad (empirismo), el romanticismo agrega pasión y confianza en el hoy. Estos preceptos atribuyen, a las acciones humanas, el rol determinante de los destinos personales y sociales; indican fe en el hombre, aporte recuperado desde el Renacimiento que, a su vez, lo desenterró de la Grecia clásica.

Como convicción apasionada refulge en la pintura: “La libertad guiando al pueblo” de Eugène Delacroix; invoca la disciplina como canon vital en “El juramento de los Horacios”, de Jacques-Louis David, y valora la determinación por un destino humanamente forjado en la zaga “Napoleón cruzando los Alpes” de este autor.

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