EN SALUD, ARTE Y SOCIEDAD
Resiliencia vs Covid-19, vivir contra la muerte
Los días caen repletos de amenazas. La palabra muerte, briosa como esputo, licúa luces y esperanzas. En las imágenes de los entubados por la Covid-19, en la horizontalidad límbica de los ingresados a las unidades de cuidados intensivos y en los invisibles sepulcros de las víctimas escuchamos su discurso aterrador.
¿Su objetivo? El temor. Insiste en este fin, enérgico. Lo logra porque la gente se resiste a morir. Y hace, entonces, lo que él espera: sale, se agrupa y divierte, relaja sus protecciones e higiene, consume productos que debilitan su inmunidad…
El virus ríe triunfal, a carcajadas. Como niño, bate su espada plástica o de palabras. Corretea ciudades, estadios y campos.
Su juego tiene una razón: edificar un santuario de huesos a la muerte. Y en los sobrevivientes, sembrar la desesperanza y el terror.
¿Lo está logrando?
A causa de tal incidencia —180 millones—, las gentes dicen Son tiempos tristes. Personas anhelantes de un futuro mejor.
De súbito cayeron a sus propias prisiones. Las soñaron, desearon, procuraron y construyeron amorosamente. Entusiastas y abnegados, engalanaron sus paredes, pintaron sus exteriores y amueblaron sus espacios, ¡para soñar mejor!
Deseaban regresar de sus batallas y periplos cotidianos —trabajos, diligencias, encuentros con amigos, iglesias, avituallamientos y diversiones— y, felices, retornar al empíreo familiar que las circunstancias les permitieron construir. Otros reencontraron el pasado, campos devastados. Sus hogares, en fin.
Devinieron torres asediadas, paradójicamente desde su interior. Ese intruso las tomó desde dentro y desde fuera. Dispuso sobre ellas el ajetreo y el acoso; una vigilancia fantástica, intensa y tecnológica. Pura obsesión. Antes, el adversario era externo, embestía, fulminante, disparando bombas de pedrerías, metálicas o explosivas, contra los morteros. A mayor capacidad de destrucción de estos, más se fortificaron las mamposterías.
Ya no. ¿Algo resulta útil ante la Covid-19? Las mayorías cree que no. Y rechaza las vacunas.
Desde sus autocomplacientes incredulidades escogen el desafío. Por la ciega diversión. Jugar a la pelota con la muerte.
Sin haber nacido para los demás ni para ellos, nada tienen que perder. ¿Qué les podrían quitar si jamás les dieron algo?
Convencidos están de lo inútil de lidiar con virus tan letal. Abarrota de vacuidad sus espacios y vidas; sitia las existencias de tal modo que el llamado a cualquier puerta
conduce a laberintos, metáfora obsesiva de ningún lugar.
Este virus de la Covid-19 está psicológicamente afectado. Su embestida ilustra ese patrón: toma los hogares a cambio de nada. Vitales y defensivos espacios ante contrincantes invisibles y rapaces.
SARS-Cov-2 circula por quién sabe dónde. Se inhala como el vicio de una maldición. Gana a los mosquitos el premio al mayor depredador mundial de depredadores.
Con su Paludismo, Dengue, Zika y Chikungunya los Anofeles y Aedes Aegypti no mataron, en tiempo tan corto, entre 6 y 10 millones de personas. Tampoco sumieron a los sobrevivientes en el terror.
Ante esta hecatombe, las guerras pasadas parecen juegos infantiles.
6 a 10 millones de muertos nos embargan en un dolor de humanidad.