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El dedo en el gatillo

La pandemia y la guerra de Troya

Tuve un vecino enemigo del alcohol. Pero se emborrachaba. Y mucho. Lo hacía para no mentir. Él sabía que el exceso de tragos carenaba, junto a la incomoda verdad, la fútil ignorancia. Su sinceridad lo llevó a desintegrarse. A descender como el remero río abajo, sin control de nada. La carga, a merced del agua, por mínima que sea, pesa demasiado.

El hombre que miente vive encerrado en su propio precipicio. Las puertas se le cierran porque hace florecer los residuos de tormenta que debió dejar pasar. Se cansa. Camina dando vueltas sin pensar en el resurgir de la efeméride, y a su manera, intenta ser feliz porque no guarda nada para el sueño. O para después.

Lo que sucede en el mundo no es real. Por eso la verdad no llega a las fiestas con ropas adecuadas y debemos esperar por un acto de magia para verla como es. Mi vecino, en su estado de embriaguez, creía en la avidez de los insectos. Y los comparaba con los hombres. Ellos caminan en línea recta y no usan papel para escribir. Ni para la prominencia existencial. Para mi vecino entre el hombre y los insectos no guardaban distancias para sobrevivir. Y como los hombres, hay insectos preparados contra los escándalos. Pueden resguardarse y estudian sus propias caminatas en busca de verdades que no existen. Gastan energías. Se jadean.

La guerra de Troya me seduce. Es un episodio que a cada rato me traslada a dos caminos disimiles: la rabia y el perdón. Mi atracción por ella no es por la batalla entre Héctor contra Aquiles, ni por la sobrevida en una ciudad sitiada. Tampoco me impresiona la llegada de un caballo de madera gigantesco lleno de guerreros con ansias de exterminio. Lo que me provoca la empatía es el capricho de una frente punteaguda. El episodio corresponde a una ficción descrita por Homero y ha llegado a nuestros días por su inesperada introspección. La muerte sale de un trasfondo inexplorado para sellar el destino de una ciudad donde el amor “fue regando cimientes”. En ese episodio, la fragilidad del alma humana puede cobijar destinos implacables.

Cuando los granos crecen en frentes retorcidas pueden ser la antesala de lo oscuro. Son olas gigantescas, complicadas, cuando intentan romper los sentimientos. Solo pueden acudir a la razón cuando no hay nostalgia que valga: El corazón se siente ultrajado cuando debiera estar alegre y aplaudir la libertad de elegir. Al final de la batalla los campos son enjambres de carroñas. Los cuervos sobrevuelan en busca del festín. Queda en la mente esa ambigua inexperiencia, el retorno a la posición original porque en definitiva, nunca habrá ni vencedores ni vencidos, sino un verdor sobre los campos cubiertos de nieve en invierno. No importa el nombre de aqueos, espartanos, rusos o chechenos. El hombre no un cetro de verdades, ni un reino de prudencias. Tiene que acudir al alcohol para encontrar la página en blanco. Y muchas veces la escribe de su puño y letra a sabiendas que al final será decapitada al igual que las piedras donde se escribieron los códigos sagrados.

La historia de los hombres tiene sabor a guerra. A fuego y estampida. Por eso duerme cuando el alcohol comienza a descubrir. Esa es la pandemia. El virus que arrastra el eco previsible. No distingue clamor ni multitudes. Llega siempre cuando no se le espera. Vestida de seda y portando un violín lleno de adagios. Mi vecino la pudo advertir. Por eso bebía y cantaba y sacaba espadas invisibles aunque estaba convencido de su muerte igual que los troyanos.

Nunca fui adepto a la bebida. Tal vez dos o tres jornadas fueron suficientes para descubrir mis intenciones homéricas. Eso no me impide reconocer la comunión de mi vecino con su propia intimidad y su deseo de vivir sobre un mural, expuesto a todo.

Los hombres intentaron devolver la incertidumbre. A la hora de las verdades, el alcohol logró sacar un dedo de ventaja. Es una historia que conoce de memoria mi vecino aunque la guerra de Troya le sea ajena y solo tenga fuerzas para andar dando tumbos por el barrio diciendo en alta voz lo que no debe.

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