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PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

Arreglando el mapa y la Iglesia de Francia

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Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

Luis XVI rechaza­ba los decretos de agosto 1789 que suprimían los diezmos de la Iglesia, los derechos feu­dales de los nobles y esta­blecían los Derechos funda­mentales del hombre. Daba largas en aprobarlos, pero los firmó cuando el 5 de oc­tubre irrumpieron en Versa­lles, siete mil mujeres indig­nadas por el irrespeto a la revolución por parte de los oficiales del ejército de su majestad y los altos precios del pan. Las custodiaban la Guardia Nacional y un ner­vioso Lafayette, quien evitó algún desaguisado en el pa­lacio, pero no pudo impedir que una delegación se pre­sentara ante la familia real y una multitud invadiera la Asamblea Nacional. Rey, fa­milia real y Asamblea se tras­ladarían a París. Versalles quedaría para museo.

Mientras regresaban a París, algunas de aquellas mujeres cantaron cancionci­llas irrespetuosas de la reina. Algunas se ufanaban de ha­ber traído a París “al panade­ro y su esposa y al aprendiz de panadero”. De nuevo las masas parisinas habían sal­vado la Asamblea.

La Asamblea más nu­merosa de toda la historia de Francia, 1,200 integran­tes, llevaría a cabo cambios decisivos con el gobierno, el espacio, la pena capital y la Iglesia. En adelante, to­dos los funcionarios serían electos. La geografía políti­ca de Francia quedaba orga­nizada en 83 departamen­tos. Se pretendía regenerar y unir a Francia. Las penas capitales ahora se ejecuta­rían mediante el invento del cirujano Antoine Louis y el verdugo de París. Lo propu­so Joseph Guillotin y por eso la cuchilla guarda su nombre para disgusto de su familia. Guillotin abogó por ejecucio­nes privadas, sin público ni niños espectadores. Lo igno­raron. Es un mito que haya perecido en ella.

En noviembre, todas las tierras de la Iglesia fue­ron nacionalizadas; sirvie­ron para respaldar el papel moneda (les assignats). La nación francesa asumiría los gastos del clero, ahora privado de los diezmos. En adelante, el pueblo elegi­ría sus párrocos y obispos. Todo eclesiástico debía ju­rar la constitución. Un pu­ñadito de obispos juró y tal vez la mitad del clero. Más de un cura simpatizan­te de la revolución prome­tió respetar las leyes, pero en lo relativo a la Iglesia: “no reconozco ningún su­perior ni ningún otro legis­lador que no sea el Papa y los obispos”. Pío VI conde­nó la Constitución Civil del Clero. Nacían dos Francias (McPhee, 2002: 79 – 95).

El autor es Profesor Asociado de la PUCMM

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