El dedo en el gatillo
El tigre que anda suelto
No soy escritor de obituarios. La llegada a la vejez y la pérdida de amigos me tientan a escribir sobre los que parten. Pero no es mi fuerte. Siempre queda algún rastro mal habido o cierta esquela polvorienta en el sitio por donde cruzaron. Prefiero que revivan. Que sus sombras acompañen a quienes merecen los amaneceres, y que nos hagan valer.
He tenido amigos mejores y peores. Hoy son más los que entienden mi devoción por mantenerlos a mi lado. Otros buscaban ego, fama, reconocimiento. Sin embargo, los delirios de grandeza nunca han sido platos de mi devoción. No me gustan los aplausos, sin embargo, prefiero aplaudir a que me aplaudan. Aunque muchas veces mis aplausos suenan como si no tuvieran voz. Este tipo de aplausos sacan lo mejor de mi sinceridad. No hay de otra.
Pero hoy dejo a un lado esos decires. Hace días, mi gran amigo Cuqui Córdova cumplió un año de partir a un lugar desconocido. Su cuerpo yace convertido en polvo enamorado. Pero su alma no me ha dejado en paz. Mucho he publicado sobre sus deferencias conmigo y mi familia. Cuqui fue uno de mis protectores en este país que tanto amo. Lo poco que conozco de dominicanidad lo debo a su impronta. Por ello no voy a escribir de mí, sino conmigo, de su mecenazgo, de su varita mágica, de su osadía por sacar a los mercaderes del templo.
Nadie como él entró en la boca del león para sacar flores de aquellas garras hechas para aguarle la vida a cualquiera. Flores que nunca sirvieron de adorno a los búcaros de su hogar. Suya era la visión del guerrero en tiempos de paz: las entregaba a quienes nada tenían que perder, a gente meritoria, pero humilde, olvidada, víctima de la mezquindad ajena. Su vida está ligada al compromiso con esos seres pobres, distinguidos. Cuqui lo dio todo por alzar el nombre de la República Dominicana.
Su esfuerzo no conoció fronteras. Sus estímulos iban lo mismo para el deporte, como para las letras o el periodismo. No creía en cuentos de caminos. Sabía olfatear. Conocía de sobra quién era quién y buscaba el lado débil de sus compatriotas para llenarlo de valores.
Nunca dio la espalda al necesitado, pero tampoco era un fly al catcher. No era rico en el sentido mercurial de la palabra. Sacó adelante con mucha dignidad a sus hijos y a su esposa con el fruto de su trabajo. Ya en su vejez vivía de sus escritos y del patrocinio a sus programas de radio y televisión. Muchas veces lo vi pelear por los suyos. Distinguía fragancias de mareas. Sin embargo, nunca abandonó su estirpe de testigo presencial.
Le molestaba que lo llamaran por su nombre de pila, Emilio, porque a su forma de ver, tanta seriedad no daba razón a su persona.
-Que me digan Cuqui, es mi orgullo –consideraba.
Vegano de nacimiento, tuvo dos amores en su faceta de aficionado al béisbol. Como en la Ciudad Culta y Olímpica no se conformó un equipo para el torneo otoño-invernal, sus simpatías juveniles rondaron a las Águilas Cibaeñas. Sin embargo, ya en Santo Domingo, a partir de su ingreso al frente de las Relaciones Públicas en la compañía Shell, no dejó de sonreír ante los triunfos de los Tigres del Licey, equipo a quien dedicó algunos de sus mejores escritos.
Libros, muchos libros publicó en vida. Todos biográficos, de fondo. No era “recopilador” de récords ni ni de estadísticas, sino un autor de de trayectorias humanas. En sus páginas cruzan episodios inmortales, leyendas imborrables. Hace unos días recordé a su hijo Emilio, lamentablemente ido a destiempo.
Fuimos grandes amigos y en mis visitas a su hogar siempre la amenidad rodeaba nuestras charlas. Ya en sus últimos años de vida, todos los martes y jueves acompañaba a su padre al Listín Diario para entregar y corregir sus columnas “Crónica de los martes” y “Béisbol de ayer”.
Años atrás y desesperado por la mala situación de mi familia en Cuba, asistí a la ACNUR en busca de refugio. Allí estuvieron a punto de otorgarme esa condición. A pesar de tener los requisitos en regla, un día dejé de asistir. Fue cuando descubrí que la esposa de Emilio era la funcionaria de mi caso: Me conocía de memoria. Un día en su hogar me preguntó las razones de mi ausencia a la ACNUR. La miré a los ojos y le dije sonriendo:
-Es el calor, querida amiga. Tienes en tus manos casos más importantes que el mío.