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COLABORACIÓN

La larga marcha de reforma policial

De tiempo en tiempo las so­ciedades jue­gan al olvido, el mismo que permite a cada nuevo régi­men iniciar o reiniciar proce­sos que en algunos casos pa­recen interminables, como las mortajas de antes, litera­rias o no, tejidas por sus be­neficiarias, cuya elaboración se alargaba en el tiempo co­mo tratando de engañar a la muerte misma.

Esto es lo que pasa ahora con la reforma policial, im­pulsada con firmeza por el presidente Luis Abinader, lue­go del pique que le hizo co­ger la infamia del asesinato a mansalva de la pareja de es­posos cristianos Joel Diaz y Elisa Muñoz, pero que ha es­tado desde hace tiempo en sus propuestas, para lo cual incluso contrató al exalcalde de Nueva York Rudolf Guilia­ni, famoso por lograr reducir la delincuencia y la criminali­dad en esa ciudad.

Eso de la reforma poli­cial se inició hace mucho, en agosto cumplirá 43 años, porque fue en 1978 con la lle­gada al poder del PRD y don Antonio Guzmán, cuando se inició el proceso de arreglar la policía.

Por eso tanta gente ha mirado con reticencia la designación de la comisión de reforma policial, nume­rosa, pero sin expertos en el tema como integrantes, aunque la misma podrá contar con asesoría técnica especializada.

La Policía Nacional de hoy es distinta de aque­lla que teníamos en 1978, puesta fundamentalmente al servicio de la represión de los 12 años del doctor Balaguer, pero el largo pro­ceso de su transformación aún no se logra, y ahí que esa policía dista mucho de ser lo que requiere este país en el siglo 21, por lo que no pocos llegan al extremo de proponer su disolución pu­ra y simple y la creación de una nueva.

La policía tuvo avances en los gobiernos de Guz­mán, de Jorge Blanco, del Balaguer de los 10 años, de Hipólito Mejía, de Leo­nel Fernández y de Danilo Medina. ¿Acaso no logró Barrio Seguro mejorar a Capotillo? Creo que sí. Pe­ro con cada nuevo agravio, con cada nueva ola de atra­cos, con cada nuevo horror, nos damos cuenta de que aún no se ha logrado la po­licía que queremos.

La reforma policial pa­sa por la necesidad de ha­cer de la policía un cuerpo cada vez más profesional, con más recursos técnicos para la investigación cri­minal, con más capacidad para hacer frente a los de­litos que envuelven el uso creciente de tecnología, con un personal verdadera­mente entrenado para dar asistencia a la ciudadanía, bien pagado y que no de­penda de las nóminas y no­minillas de la clase política y mucho menos de los jefe­citos de puntos de drogas que para garantizar impu­nidad, pagan peajes en ca­da pueblo del país.

Este país requiere una policía verdaderamente capacitada para hacer va­ler su autoridad de forma profesional, sin los peno­sos espectáculos que ahora vemos grabados por teléfo­nos móviles. Que no atro­pelle al ciudadano común, que no presente como si se tratara de delincuentes a profesionales que simple­mente reclaman respeto por otros ciudadanos, co­mo ocurrió en Puerto Plata con un regidor apresado y maltratado por el delito de reclamar que un pariente golpeado por una patrulla, fuera llevado a un hospital, y que encima de eso la pro­pia uniformada se encarga­ra de filtrar la foto de este tras las rejas, cosa que no le hacen ni a los acusados de asesinatos o violaciones atroces.

La reforma policial re­quiere lograr un cuerpo que de verdad le devuelva la tranquilidad a la ciuda­danía, hoy día a merced de que cualquier motorizado le arranque la cartera o el celular, en barrios periféri­cos o en avenidas céntricas, de día o de noche.

Pero, sobre todo, requie­re una policía que no se an­de equivocando a tiros y fusilando “provisionalmen­te”, a ciudadanos indefen­sos, con el único delito de viajar en vehículos simila­res a los de otros.

Una concienzuda refor­ma policial es un impera­tivo impostergable para el país, en el que deben parti­cipar todos los sectores, los que han estado en el poder y los que no, al fin y al ca­bo, con una u otra nomen­clatura, todas las formacio­nes políticas importantes del país en algún momen­to han gobernado y, por lo tanto, todas, tienen algún grado de culpa en lo que no se ha logrado.

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