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El dedo en el gatillo

No oculto mis lecturas de Carlos Alberto Montaner

Cuba ha tenido y tie­ne excelentes escrito­res. Periodistas y litera­tos de diversas épocas, tendencias, estilos y generaciones han mantenido y mantienen la atención universal. Lo han hecho con temas cubanos. De esos temas incómodos que mo­lestan al poder porque siempre proponen alternativas distintas al oficialismo.

Desde hace varias décadas, Car­los Alberto Montaner ha asumido una vanguardia de las letras anti­llanas a través de artículos y nove­las.

Lo ha hecho con devoción, sin importarle la materia humana que se mueve en la piel de quienes le adversan.

Lo acusan de agente de la CIA, de amigo de Orlando Bosch, Luis Posada Carriles, Jorge Mas Cano­sa y otros más. Pero al Listín Diario no le interesan sus posiciones polí­ticas, ni quiénes lo rodearon o ro­dean. Solo le interesa el escritor, el periodista cuya lectura puede dar otro tipo de vuelta a la tuerca.

Amigos y enemigos rabian o sonríen con su prosa analítica. ocu­rrente, sorpresiva e ingeniosa, muy acorde con sus ideas y principios. Y aunque guste o no, se le respeta.

Como todo emigrante, Monta­ner se ha ganado la vida en diver­sos empleos. Pero sus facetas de periodista y escritor le ha otorgado el relieve necesario como figura de nivel.

Funcionarios cubanos lo leen en voz baja. Devoran sus pala­bras. Sus cerebros lo asimilan. Por delante lo insultan, por detrás lo aplauden. Ese es el precio a pagar por ser contestatario.

Su fama no le viene por cubano opositor ni por su impronta neoli­beral, sino por su olfato polemista. Sabe que tanto las ideologías como los hombres flotarán entre las nu­bes del cielo. Para algunos, Mon­taner perdió la noción de tiempo y espacio y “se le ha ido la mano” en lo que dice. Pero en otros, sucede lo contrario.

Acabo de leer sus memorias “Sin ir mar lejos” un libro que no me corresponde elogiar ni co­mentar porque no soy lambón. Su condición de articulista de es­te periódico me prohíbe acercar­me a su pensamiento más de lo debido. Quien se adentre en sus páginas encontrará el alejamien­to de la palabrería hueca y del vocablo complejo. Todo el mun­do entiende a Montaner porque se da a entender. Suyo es el po­der de la destreza. Sabe usar la palabra sin temor.

Montaner tiene a su cuenta una obra polémica. Ha escrito para “ri­cos” y “pobres”, para latinos y euro­peos, para verdugos y fraternos, sin temblarle el pulso.

Lo leía desde Cuba. Sus artículos circulaban por “debajo de la mesa” y eran combatidos por su atrevimien­to. Cuando todavía no me frotaba los ojos, llegué a considerarlo un pe­ligro público. Pero el tiempo vistió sus apotegmas.

Lo conocí en 1999 cuando el en­tonces Director General del periódi­co El Siglo lo invitó a un encuentro con un grupo de periodistas que in­tentamos acorralarlo sin entender que al final los acorralados seríamos nosotros. En aquella ocasión le hice una sola pregunta que deseo no re­cordar por su innegable ingenuidad. Sus respuestas todavía rebotan den­tro de mi santa paciencia. Tal vez me sedujo su elegancia al no dejar­se provocar por tirios y troyanos. Allí expuso argumentos que nadie pudo rebatir.

A partir de esa fecha, frecuenté algunas de sus frecuentes conferen­cias y presentaciones en Santo Do­mingo.

Me llamó la atención su natu­ralidad y la destreza de su mirada, siempre atenta a lo que se mueve en el otro extremo de las sombras.

En una de sus visitas al país, Lis­tín Diario le preparó un desayuno. Acostumbraba a hacerlo con inte­lectuales y figuras internacionales de ideologías distintas. Deben y de­bieron guardar también gratos re­cuerdos José Saramago, Sergio Ra­mírez, María Kodama, Sergio Pitol, Eugenio Trías, Marta Rojas, Frei Be­to y muchos más.

El tema literario dominó el en­cuentro con Montaner, aunque a veces algunos giros políticos mos­traron la presencia de un intelectual maduro, cuestionador de verdades absolutas e incansable ser preocu­pado por el destino de su patria na­tal.

Es, como ocurre con alguien cuando menos se le espera: Siem­pre aparece buscando la quinta pa­ra al gato.

Cuando lo conocí, mi voz tem­blaba. Todavía no había viajado ni a Corea ni a Taiwán ni a Italia, ni a Suiza ni a Israel. Mi mente comen­zaba a divagar porque mis buenos amigos de Cuba o de Miami no me perdonarían otra debilidad. Estaba frente a alguien contra quienes to­dos se ensañaban. Un acusado de “maldad”.

Solo el tiempo me enseñó el otro extremo de las sombras. Desde 1999 me deleito con leer a Monta­ner a viva voz, no como hacen a es­condidas muchos funcionarios del gobierno cubano que miran a todos lados en busca de espías, antes de aplaudirlo.

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