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El dedo en el gatillo

El cartero sin Neruda

Spencer Tracy, en el papel del viejo Santiago como protagonista de la película “El viejo y el mar”.

Spencer Tracy, en el papel del viejo Santiago como protagonista de la película “El viejo y el mar”.

Llevo años buscando algo que no existe. Me explico. Todavía no sé si he despertado cuando todos duermen, o si me quedé dormido en el despertar ajeno. Digo esto porque a estas alturas de mi vida todavía prefiero rondar la soledad. Me he dedicado a luchar por lo que se ve pero no se alcanza, o se alcanza cuando menos se le espera.

Sé que las mejores estocadas se reciben por la espalda. Esa sublime condición de miseria humana todavía se resiste al cambio.

He tenido que soportar laceraciones severas desde diversas vías. Pero sigo creyendo en la bondad y con ella a cuestas relleno los establos con suficientes granos para soportar el crudo invierno.

Soy un hombre raro. Me gusta andar con libros bajo el brazo. Contar historias del pasado. Recordar novelistas como Faulkner y Kafka. Reírme de los cántaros vacíos. Mi personaje favorito es el viejo Santiago, de “El viejo y el mar”.

El insustituible Leonte Brea me advirtió su preferencia por Jean Valjeant, pero en mi caso me inclino por el protagonista de “El viejo y el mar”. Hemingway le puso dentro del pecho su capacidad de luchar en las peores circunstancias. Eso es algo parecido al bregar de los emigrantes.

Todavía busco la piel del marlín, o alguna escama descrita en la novela. La mía ha traspasado límites sensatos.

Mis manos extendidas no estaban tan extendidas, ni poseían destreza para una batalla desigual. Buscaban otra cosa. Y en medio de la búsqueda aparecieron fieras con dientes afilados.

Eso ocurre cuando las pandillas atacan a los débiles. Solo una enorme espina dorsal quedará amarrada al bote como prueba de lucha desigual, y juntos llegarán a la orilla ante miradas furtivas. Sin embargo, al siguiente día, el viejo Santiago saldrá a luchar contra lo desconocido, en busca de otro enorme pez.

Las empresas producen lo que somos, aunque a veces los empresarios parecen fieras ocultas. He acumulado lealtad a cambio de sosiego. Y he llegado al límite con el cuerpo marcado, al igual que mi personaje preferido.

En Cuba trabajé con gente buena, pero lamenté la doble moral. Era un joven a quien se le puede culpar de todo menos de traidor. El hambre obliga a emprender varias partidas a la vez. Pero crecí con los ojos cerrados. Mi error fueron los diafragmas borrados de manera inexplicable. En Santo Domingo también he trabajado con gente que vale la pena. Mis amigos dominicanos me han devuelto la vida perdida. Me han llevado a otros planetas. Y han asumido el papel de Dios para no perderme ante maleantes disfrazados de luciérnagas.

Si he fallado alguna vez ha sido por no entender lecturas complicadas. No he sido el lobo de los cuentos, pero tampoco una liebre amaestrada.

Todavía no dejo de creer en lo que escribo aunque me rodea la fuerza de la deslealtad. Los “malos” siempre ganan, aunque pierdan. Y los “buenos” se dan por vencidos a mitad de la batalla.

En mi juventud cubana todavía, aún sin la Internet, fragu¨é la amistad internacional.

A mi favor surcaba un correo bastante regular y un cartero entusiasta.

Era hermoso recibir su saludo mañanero. No sería como el cartero de Neruda, pero junto a su mirada jovial, en el rostro de aquel hombre nacía esa inconfundible sonrisa del cubano que destaca transparencia. Mi cartero era un ser importante aunque las noticias no me llegaban con la prontitud deseada: Con gorra, bulto de cuero y bicicleta, su llegada se anunciaba con el sonido de un silbato saltarían.

Al escucharlo, corría hacia la puerta con el pretexto del saludo, aunque mis ojos se infiltraban en el interior de su equipaje.

Mi padre podía afeitarse gracias a las navajitas escondidas en las cartas neoyorquinas de mi tía.

En ocasiones no escuché la música enviada por amigos entusiastas dentro de acetatos confiscados. A pesar del decomiso, fui feliz porque mis censores –suponía- podían disponer “del concurso de los modestos esfuerzos” sellados con mi nombre.

Ahora, los carteros han dejado de existir. Los sobres de cartas tienen fines burocráticos y los sellos de correo sirven para acomodar el ego de los coleccionistas.

La Internet ha roto las distancias. Eso es bueno, pero albergo los temores propios de un emigrante que no le ha quitado nada a nadie.

Algún día me reuniré con mi cartero y reclamaré el sonido del silbato esperanzador. Para esa fecha, espero él se haya levantado cuando todos duerman, o se quede dormido cuando la humanidad despierte. Solo entonces podría entregarme la misiva inesperada.

El cartero fue el mejor amigo del hombre.

Navajitas de afeitar antiguas, como esta, recibía mi padre escondidas en las cartas de su hermana.

Hugh Jackman en el papel de Jean Valjeant en una de las nuevas versiones cinematográficas de Los miserables.

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