Ni te atrevas a tocar la memoria de mi abuelo
La llegada del telégrafo a Cuba se le debe a España. En 1852 se inició el proceso intrainsular. Su popularización viene setenta años después, cuando los telegrafistas debían ser, al menos, bachilleres, o tener una práctica lo suficientemente ejemplar para ocupar plazas a lo largo y ancho del país.
Fue una fuente de empleo importante en la que miles de jóvenes se involucraban para garantizar determinado status social y la formación de una familia
A partir de los años veinte del pasado siglo XX, mi abuelo paterno era un joven emprendedor (no bachiller) y junto a sus amigos pueblerinos de El Rincón, aprendió aquel oficio que hoy es similar a la Internet. Fue eficiente y disciplinado. Como el telégrafo se extendió a la rama ferroviaria, fue nombrado en la estación de trenes de su pueblo natal. Aquel reconocimiento laboral le abrió algunas puertas.
Años después, mi padre enfrentó su adolescencia con ansias de artista. Se pintaba el rostro de “negrito” para presentaciones teatrales, o imitaba por radio los gags de conocidas figuras costumbristas de la televisión cubana. De esa forma ganaba unos pocos pesos para malvivir. Mi abuelo llegó a ser considerado como un profesional eficiente. Al poco tiempo lo llamaron de la empresa de ferrocarriles de Santiago de Las Vegas. Por su cercanía al aeropuerto de La Habana, pagaban un poco mejor que en El Rincón. A mi abuelo no le parecía alentadora la vena artística de mi padre a través del teatro y la radio, y en sus ratos libres, le enseño el oficio de telegrafista. Casi un año duró su proceso de formación. No se detuvo hasta la llegada de un nombramiento como oficial de las telecomunicaciones. Mi padre comenzó los amores con mi madre y se fue apartando de su vena cultural para escalar puestos de mediana importancia para sobresalir del ciudadano común y corriente. Fue oficial voluntario del cuerpo de bomberos y se graduó con honores como periodista en la academia profesional “Manuel Vásquez Sterling” de La Habana. Mi llegada y su condición de integrante de la clase media baja, lo obligaron a buscar un segundo empleo. Tuvo la suerte de ser llamado por la United Press International (UPI), agencia donde laboró con decoro y responsabilidad hasta su expulsión de Cuba en los primeros meses de 1959.
Tal vez, sin darme cuenta, mi vena periodística nació de niño.
En las tardes acompañaba a mi padre a la oficinas de la UPI. Pasaba el tiempo recortando cables internacionales y viendo a mi progenitor redactar notas de importancia que poco después circulaban por el mundo.
La expulsión de la UPI lo llevó del periodismo a las letras. Su profesión telegráfica pasaría, por decisión propia, en las madrugadas, en el turno llamado “La permanente”. Su aspiración era quedar bien con su propia conciencia. Escribió textos infantiles y ganó todos los premios en metálico que le fueron posibles, a veces cantando las bonanzas de un régimen en el que no creía: lo hacía para mantener el status deteriorado de mi casa.
El telegrafista en tiempos de mi abuelo paterno era como el operador digital hoy. Lo frecuenté en Santiago de Las Vegas en encuentros familiares. Siempre fue un ser cariñoso y educado. Mi madre me ayudó a no olvidar mis raíces.
Al igual que mi abuela, él recibía una pensión por su condición de telegrafista. Vivió casi 100 años y en las últimas décadas, se desvivía por servir a sus vecinos.
Fueron tiempos en que todo se hacía por amor al prójimo. Los cubanos éramos así y por eso nuestra indiferencia premiaba las consignas de los falsos profetas.
No nos tiramos a morir. Nos agradaba colaborar con las penurias ajenas, rescatar entuertos, vivir en bajo perfil como si todo fuera caldo del olvido.
Nunca le dediqué un poema. Se llamaba Rogelio y lo recuerdo con respeto y sobriedad. No usaba sombrero y siempre aparecía afeitado y bien vestido a pesar de la pobreza de su entorno santiagués.
Traje a Santo Domingo mi título universitario arrugado. Lo tengo guardado en una carpeta vieja, llena de polvo, junto a mi record de notas. Pensé compartir mi abandonada profesión leguleya junto a mi creatividad literaria. Creí mal. Ninguna me otorgó un respiro emocional lo suficientemente rentable como para criar a mis hijos y ver crecer a mis nietos apartados de la política. Pero acepté mi destino igual que mis abuelos paternos aceptaron los suyos: con mucha honra. Nunca me dejé tentar por el poder. Solo intenté abrirme paso en un mundo que lejos de entender, ponía piedras en mi camino. Alejarme del poder era una gracia bendecida. En ese mundo de chismes e intrigas, todos se conocen y todos se protegen cuando le inclinan la cabeza al rey. Ellos no saben que el poder solo manipula a los tontos y pendejos que buscan baratijas.