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El juicio del siglo

Una madre no perdona cuando le matan a su hijo. Y un hijo tampoco vira el rostro frente al asesino de su madre”. La frase es de Arturo Pérez Reverte puesta en boca de uno de sus tantos personajes.

La moraleja se complica cuando el hijo descubre que tanto su madre como él mismo sintieron la mano del mismo matador. No voy a referir mi caso personal: Mi madre no murió de asfixia, sino cuando el país donde nací me ejecutó como a un delincuente común. La madre nunca olvida a quien acaba de ultrajar al que lanzó desde su vientre. Y un hijo se gradúa con honores cuando no suelta el cuello del homicida materno, aunque este, en giro inesperado, lo asesine por la espalda.

Cuba y la República Dominicana son dos islas con historias guerreras de lamentable trasfondo político. Sin embargo, ambas son patrias de buenas madres y mejores hijos. No importa que miren a la mar en calma y vayan al monte a soltar alguna que otra lágrima. Esas dos islas me enseñaron que tanto el hombre como la mujer: “olvidan pero no perdonan”.

Según el autor de “El capitán Alatriste”, en España sucede algo similar. He llegado a pensar que su premisa funciona para un mundo que, para bien o para mal, solo quiere sacar bien las cuentas numéricas. Como no me gusta hablar de política no referiré cuando mi madre tocó tierra. Sin embargo, no coincido con quienes ponen como desventura el inicio de 1959, o el deslumbramiento del Almirante “ante la tierra más hermosa que ojos humanos vieron”. Ellos, a su modo, la amaron tanto como ella pudo comprenderlos, protegerlos y soportar malacrianzas. El responsable de las muertes cubanas fue una pequeña avecilla que a espaldas del respetable fue libando las flores del edén hasta dejarlo a mansalva de la lluvia.

No hay nada más efímero que este presente donde madres, hijos y matadores deambulan por la misma senda. Por eso alguien inventó el suicido y algunos valoran su eficacia ante la falta de vergüenza de las ratas frente a un trozo de queso.

Si todo fuera distinto, todavía estuviéramos leyendo a Thomas Mann, a Italo Calvino o a Paul Auster. Las cintas de Buster Keaton tendrían versiones a color en los cines del mundo y cada año los amantes de la música disfrutarían de nuevas versiones de la Quinta Sinfonía de Beethoven . Pero hay una comidilla que ha subvertido este tiempo con falsas ilusiones: la entrega de dinero mal habido. Es la tríada del ahorcado que sale de su tumba como el bueno de la película, especialista en hacer castillos en el aire y vender gato por libre. Todo se ha simplificado de manera brutal porque de emprendedores de felicidad pasamos a engrosar las filas de un fanatismo ramplón en busca de un contubernio colectivo alrededor de búcaros rajados o platos partidos a la mitad.

He vivido una sola vida porque me resisto a compartir la riqueza de mi idioma con otras lenguas heráldicas. Tal vez esa sea la causa de no haber dado el salto a la fama en un mundo donde el emigrante tiene cada día menos derechos, sobre todo si es capaz de construir un edificio con ladrillos bien puestos. Siempre el tufo del recelo, las simpatías ideológicas o el fetichismo nacionalista brillarán en contra de la suerte del viajero fuera de las cuatro paredes que lo hicieron gente. Tal vez su nombre no sea tema para ecos sedientos de piedad.

Sin embargo, en defensa de esa especie que busca trabajo y libertad lejos del incienso y la vendimia, puedo advertir el protagonismo de historias de ficción y el sano esparcimiento dentro de enramadas espinosas. Gracias a esas ficciones se han cruzado sesgos, tanto merecidos como lúdicos. Es como vivir muchas veces y comer en platos de diversas porcelanas. Los lectores prefieren historias que los hagan temblar y no historiadores que viajen de un lugar a otro como veletas ilusorias movidas por el raro sentimiento que solo el viento otorga. Soy un hijo que no olvida a los asesinos de su madre. Ella no me espera en la eternidad para, juntos, vengar su muerte. Ella espera la simple presencia de mis ojos para sembrar flores en los campos minados.

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