Opinión

Los indignos

Cristhian JiménezSanto Domingo

Telúricas reacciones de todopoderosos e implacables líderes habrían impuesto en el relato burocrático la cobarde frase: “a los presidentes no se les dice que no”.

La indignidad, la ambición de poder y la expectativa de fácil y rápida riqueza, también han jugado un papel fundamental en el apego a la función pública sin importar atropellos y terribles laceraciones morales.

La afiliación partidaria como instrumento de ascenso social asomó a pocos años de la fundación de la República y se estacionó para siempre en la vida nacional.

Correr detrás de Santana, Báez, Lilís garantizaba posiciones en el Estado, aunque éste careciera de los recursos para solventar aquellos pagos “patrios”. Trujillo institucionalizó el esquema y el carnet del Partido Dominicano devino en imprescindible para el sueldo oficial.

El cortesano heredero, Joaquín Balaguer, en otros contextos reclamaba acerada lealtad de sus subalternos y cualquier sospecha se saldaba con un decreto de cancelación o la exclusión del círculo íntimo, aunque se tratara de “sus ojos” o del “rescatador” matinal.

Don Antonio Guzmán fue tolerante con los muchachos que se divertían con juguetes nuevos (excepción necesaria y recia postura ante militares insubordinados del régimen pasado) y Salvador Jorge Blanco más ríspido en el trato.

Con Leonel Fernández tuvo extrema tolerancia quizás por la coyuntura de votos prestados de su asunción y que la mayoría de altos cargos le superaban en edad. Afincado posteriormente en el poder, mantuvo en esencia la misma actitud. Hipólito Mejía irrespetaba de palabra y con bromas pesadas a muchos de sus funcionarios. En inicios de obras o inauguraciones les cortaba las corbatas o echaba un palazo de tierra a sus zapatos.

Danilo Medina anuló en la práctica a gran parte del funcionariado y concentró el poder en el Palacio Nacional, donde él junto a cinco o seis colaboradores adoptaban todas las decisiones fundamentales.

Medina levantó auditorías e investigaciones a funcionarios para obligar lealtades y los pocos que fruncieron el ceño fueron castigados u obligados a salir, algunos con expedientes. El entramado de corrupción de Odebrecht fue el caso más emblemático, porque el entonces mandatario incluyó y excluyó selectivamente a compañeros de partidos y a opositores. (Con el segundo intento de reelección provocó que se lanzaran en picada al zafacón de la historia algunos “ortodoxos”).

En estas breves referencias las excepciones de honrosas renuncias vienen a confirmar la regla del apego enfermizo e indigno a los cargos públicos.

El problema es que la designación la concibe el firmante y el beneficiario del decreto como un premio al apoyo electoral o como ayuda familiar, personal o partidaria.

Un profesional, técnico, empresario, dirigente político del partido oficial o de una organización aliada que vaya a servir al Estado no tiene que aceptar humillaciones de un mandatario.

Además, debe existir un mínimo de coincidencia en el programa básico gubernamental, que puede variar por circunstancias, pero no en esencia y en asuntos de principios.

Partidos y políticos aliados a los gobiernos se distancian por temas de empleos y casi nunca por renuncia de la administración a políticas fundamentales compartidas como temas de derechos humanos, respeto a las minorías, asuntos geopolíticos.

Los presidentes identifican carencias, las sacian e irrespetan a funcionarios y grupos aliados. Partidos minoritarios de todos los pelajes ideológicos se mantuvieron al lado del PLD por 16 años ininterrumpidos sin protestarle ninguna de sus políticas públicas, de saltos tremendos, domiciliados en pequeñas instituciones del pastel estatal.

Por cierto, ¿qué pasará con grupos y personalidades liberales y de izquierda aliados del presidente Abinader y el PRM con el actual alineamiento radical del gobierno con la política exterior de Estados Unidos?

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