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Los fantasmas enmascarados

Las causas perdidas son por las que vale la pena luchar. Esa lección no me la enseñaron el destino, el desarraigo, y la vida de emigrante. La descubrí en Santo Domingo el día en que terminé de reescribir mi primera novela, “La carnada en el Anzuelo”.

La primera versión sucedió en La Habana, meses antes de la muerte de Manuel Cofiño, a quien está dedicada.

Por aquellos días me hice de un portafolios ejecutivo y dentro de él guardaba la única copia de aquel texto, como juguete preciado.

Cofiño la leyó. Como estaba escrita a partir de pequeños episodios, en apariencia inconexos, sus lecturas transcurrían durante momentos no prolongados. Siempre me sugirió multiplicarla y yo le ocultaba la verdad: eran tiempos de escases gráfica y los papeles no abundaban. Tampoco disponía de las pocas fotocopiadoras introducidas en Cuba gracias a las limosnas internacionales.

El día de su muerte no tuve tiempo de llorar. Era 1987, y la noticia me hizo saltar de mí. Su compañera de entonces, de origen colombiano, sintió el rechazo familiar, y vino a verme en busca de ayuda. Ambos recorrimos juzgados, registros civiles, oficinas de abogados y necrologías para oficializar la relación sentimental entre ambos.

En uno de esos recorridos, mi portafolios pasó a mejor vida junto al manuscrito literario.

Cinco años después me propuse reescribirla. No fue un acto lúdico, sino una necesidad: “Los únicos que temen a la muerte son los que están muertos” me dije, al pensar en los elogios de Cofiño por aquellas ficciones expuestas en el libro. Como ni la novela ni su autor gozábamos de alturas, aquellas pequeñas historias me pedían a gritos salir al mundo. Al concluir su reescritura pude publicarla gracias a la gestión de un amigo. Durante un año retiré del mercado aquellos ejemplares faltos de corrección. Por suerte, puede enmendarla y, en 2002, me enrolé en una segunda edición gracias al desinterés de gentes valiosas.

Un episodio singular sobre la muerte, los cambios y las ilusiones perdidas ocurrió en la Rusia de principios del siglo XX.

Para ocultarse de la persecución, el político León Trosky falsificó su apellido en un documento de identidad. Y en vez del heredado de su padre judío, usó el de su carcelero. Hasta esa fecha llevaba como emblema Bronstein, en honor al autor de sus días. Con el paso del tiempo, y como parte del rechazo a sus orígenes, mantuvo aquel apellido importado, por el cual se hizo célebre hasta el final de sus días.

El mayor defecto de aquel joven fue su ego incontrolable y su obsesión por una dudosa revolución que nunca cuajó como debía. Su quijotesca manía de ver enemigos por doquier, su autoritarismo, y su decisión de no confiar en nadie lo llevaron al fracaso.

Tarde comprendió que el mundo no lo cambian los intelectuales, sino la gente común y corriente. Si la Revolución Rusa tuvo ese nombre, malo que bueno, fue por la sublevación de los soviets. Ellos y solo ellos conquistaron el poder amparados en un espejo dictatorial disfrazado de libertad.

Aquella verdad echó raíces en la estrategia de Trosky. Más ambicioso y sutil fue Iósif Stalin, a quien el líder judío llamaba “forajido” y lo ignoraba a pesar de sus aplausos por sus primeros discursos.

Lo que ocurrió después en Rusia es materia más compleja: los reyes se vuelven tiranos, los benefactores asesinan a mansalva y los detractados terminan peor que sus detractores.

Durante la Segunda Guerra Mundial, y ante la renuncia de Neville Chamberlain como Primer Ministro, Sir Winston Churchill asume el control del gobierno inglés con la misión de ganar la guerra. A la hora de integrar su gabinete, un cercano colaborador se percata de una decisión en apariencia errada: su principal enemigo, Halifax, fue designado como el segundo hombre de importancia ante el reino. Churchill le responde:

-Lo hago porque lo puedo controlar mejor dentro del gobierno que fuera. Si no lo tomo en cuenta, las distintas fuerzas de mi partido me harán oposición. Además, Halifax es el cuarto hijo de un conde y, según la historia, ningún cuarto hijo ha llegado a Primer Ministro.

En 1953, Churchill recibió el Premio Nobel de Literatura. Aquella decisión de la Academia Sueca todavía se debate con pasión. Muchos consideran el galardón no apto para figuras políticas, genocidas o ideólogos. A favor del ex gobernante inglés lucían sus escritos periodísticos y libros de memorias. Pero no hubo marcha atrás y hoy solo queda en el ambiente el debate por la concesión cuestionada. La relación entre Winston Churchill, Iósif Stalin, León Trosky, Manuel Cofiño y mi primera novela, cuya dedicatoria lleva el nombre del gran escritor cubano. no es pura coincidencia.

Hace tres años trasladé a Bulgaria algunos ejemplares de “La carnada en el anzuelo” y hasta el presente, nadie de los beneficiados con el envío me ha ofrecido aplausos. Y era lógico. En un episodio del libro, conversaba con la momia de Jorge Dimitrov, quien me confesaba su decepción por haber sido confinado a un mausoleo.

El mundo de hoy arrastra censuras y holocaustos pendientes, como si el resentimiento vistiera de largo. Todavía seduce el glamour por la moda y las comidas en tertulias sociales, mientras que los sabios se reúnen en cafés de mala muerte con el ingenuo sentimiento de buscar. Nada cambia. Incluso, una hija de Trosky sufrió a causa de la entonces “fiebre española”. Todavía no había sido rebautizada con el nombre de Covid-19.

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