FE Y ACONTECER
“Allí estoy yo en medio de ellos”
XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
a) Del Libro del Profeta Ezequiel 33, 7-9.
Este pasaje corresponde a los tiempos del exilio en Babilonia, después de la destrucción de Jerusalén (586 a.C.), en que el profeta anima al pueblo desterrado con la esperanza de la repatriación. Él ha sido responsabilizado por Dios como vigía atento sobre las murallas de la ciudad para despertar al pueblo del pecado, para llamar a la conversión, para poner en guardia al que peca y se desvía del camino de la Ley del Señor.
Ezequiel será el centinela de un pueblo sin ciudad y sin muralla, el atalaya que ha de avisar de los peligros que vienen al pueblo. El primero que debe tomar conciencia de la responsabilidad moral individual es el propio profeta. Deberá decir sí o no responsablemente a la palabra que Yahvé le hable. En su misión, el profeta deberá interpelar tanto al justo como al impío, debe hablar, alentar, convencer al pueblo de la bondad y la misericordia de Dios y para que obtengan su salvación.
b) De la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 13, 8-10.
Continuamos con la parte exhortativa de la carta a los Romanos en la que su autor quiere dejar establecido que los cristianos tienen que dar prueba de su amor a Dios con hechos concretos, que se resumen en el mandamiento del amor de la Nueva Alianza. San Pablo repite a los romanos el mismo mensaje de Jesús cuando dijo a los fariseos que toda la Ley y los Profetas se cumplen en el amor a Dios y al prójimo. Acojamos, pues, la invitación de amar al prójimo como a sí mismo; en esto está toda la praxis del ser cristiano.
c) Del Evangelio de San Mateo 18, 15-20.
En este fragmento evangélico se distinguen dos partes: la primera: la recuperación comunitaria del pecador mediante la corrección fraterna y la segunda acentúa la presencia de Jesús en la comunidad de conversión y oración que es la Iglesia. El pecado en la comunidad eclesial es una realidad, porque la Iglesia no es una asamblea de ángeles sino de hombres y mujeres pecadores, que, en medio de limitaciones humanas, caminan unidos como hermanos hacia Dios.
Jesús refiere: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros hermanos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano”. Aquí se ve que la comunidad tiene la facultad de reconciliar al pecador bien dispuesto; o, en última instancia, de excluirlo de la comunión de quienes comparten una misma fe y esperanza. En la literatura religiosa de la época hay lugares paralelos que pudieron inspirar la praxis de las primeras comunidades cristianas.
Jesús garantiza su presencia en medio de dos o tres reunidos en su nombre, “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Por eso, un principio básico de la celebración cultual cristiana es que “Él (Cristo) está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica” (Constitución “Sacrosanctum Concilium” 7). Presencia que han de transparentar todas nuestras asambleas y comunidades cristiana, tanto a nivel de Iglesia universal como local o diocesana, de parroquias y de pequeñas comunidades, de congregaciones religiosas y de grupos apostólicos de oración, estudio, acompañamiento y convivencia.
Cuando hay amor, la corrección fraterna es fácil y muy difícil, si no imposible, cuando no hay comunión fraterna. Es un hecho comprobado que en un clima familiar la corrección resulta natural y se acepta, no provoca distanciamiento. Es importante que la persona corregida se sienta siempre amada por quien le corrige y por la comunidad a la que pertenece.
Fuente: Luis Alonso Schökel: La Biblia de Nuestro Pueblo.
B. Caballero: En las Fuentes de la Palabra.