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EL DEDO EN EL GATILLO

¿Se podrán comer los dinosauros?

Temprano descubrí que los murciélagos no eran un sartén de mariposas. Ocurrió en Santiago de Cuba, en un lugar donde las balas se incrustaron en las frías paredes de concreto de una fachada imponente.

Aquel Palacio era a la vez mi casa, mi trabajo y mi presión. De allí no podía escapar sin un papel firmado por mandos militares.

Tenía entonces 18 años y desde el amanecer hasta la puesta del sol, desde una vieja maquinilla “Underwood”, entintaba actas judiciales de presidiarios militares de diversas cataduras, así como de jóvenes rebeldes que dieron un paso al frente sin saber el tamaño de la sinrazón elegida a defender.

Una de esas aburridas tardes ortográficas me ordenaron archivar los legajos del mes. Bajé a los sótanos de aquel templo justiciero, y durante algunas horas me entretuve armando y desarmando entuertos, colocando en su lugar aquellos expedientes que si bien nunca volverían, al menos podrían verse amontonados en perfectas hileras para cobijar todo el polvo de la ciudad rebelde.

Antes de finalizar aquella incomprendida misión, sentí un movimiento extraño sobre uno de los archivos. El polvo comenzó a dilucidar encrucijadas y de pronto cruzaron ante mí las imágenes de un extraño animal que salió volando y desapareció por una de las ventanas.

No pude distinguir su extirpe, pero la caída del sol me hizo olvidar por un instante aquella aparición, y me sumergió en otra sorpresa. Instantes después pude ver cómo decenas de aves con extrañas alas congruentes comenzaron a cruzar sobre mi cabeza de un lado a otro hasta escapar por las ventanas del recinto, y perderse en algún lugar del cielo.

- Los murciélagos respiran íconos sagrados. Habitan tanto en la coronación de la oscuridad, como en la saga iluminaria. No los provoques, ni los tientes. ¿Vampiros? ¡Ah, las leyendas! Son unos animalitos de Dios, y los únicos mamíferos capaces de volar. Lo demás son cuentos de caminos.

Con aquel breve párrafo, un oficial amigo me estremeció. Y cada vez que leo o escucho fábulas sangrientas, sus palabras resuenan con risa contagiosa.

Los reencontré años después, refugiados en los árboles cubanos, colgando de sus patas frágiles y con sus alas ocultas, mientras besaba a una novia en un sitio oculto de miradas indiscretas. No me quedó más remedio que alejarme porque simulaban dormir, pero no dormían. Solo esperaban la caza, el espaviento, el salto hacia su presa. Con un párpado abierto no dejaba de mirarme y apenas tuve tiempo de cubrirme el rostro pensando en sus imaginarias dentelladas.

Años después, entraban y salían por los hoyos de trincheras universitarias. Supongo que dormían protegidos de aquella humedad. No tenían preferencia para salir del escondite. De día o de noche, eran un referente para detener el ímpetu combativo en aquellas cuevas del Período Especial. Otro día los descubrí en la biblioteca de la Facultad de Derecho. Pero siempre recordé la frase de mi oficial amigo: “No los provoques, ni los tientes. ¿Vampiros? ¡Ah, las leyendas! Son unos animalitos de Dios, y los únicos mamíferos capaces de volar. Lo demás son cuentos de caminos”.

Los espléndidos veranos del Caribe y sus noches placenteras siempre serán sitios apropiados para su escalada.

Y, como buenos mamíferos, también saben la importancia de viajar y multiplicarse.

Sin dudas, este es un texto emocional donde no caben espantapájaros, sino seres con pulmones que miran de frente y no los gusta ser molestados.

Su peregrinar por laberintos asiáticos no es un secreto ajeno. En esas plazas son cazados como patos y se insertan en la dieta alimentaria sin límite alguno. Allá prefieren pertenecer a una generación alternativa que puede sobrevivir por su propio riesgo, sin temor a las feroces miradas adyacentes.

Me llamó la atención aquel hábitat poco conocido en mi memoria flagelada, y de inmediato pensé en mi primera juventud, vestido de recluta, dentro del archivo del Palacio de Justicia, cuando algunos de ellos volaban sobre mí, más asustados que confesos.

Pero no todo fue materia de hojarasca. Al descubrir el poder de su picada, ya bien en días de invierno, verano, otoño o primavera, no pude ocultar mi apotegma estremecido. No buscaban mi sangre, sino mi temblor. Y aprendí a temerles.

Dudo que vuelva a toparme con esos animales que la leyenda le otorga confinamiento en castillos medievales insertados en cuentos de vampiros. Y si lo hago, no saldré al trote, veloz, como un potro en escapada. Lo haré de forma natural, como si mis ojos fueran un sartén de mariposas.

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