EL CORRER DE LOS DÍAS
Perfume de un sueño barrial
Los olores son documentos en blanco que construyen sus propios textos. Para las aves, receptoras de fragancias que desconocemos, el perfume de los naranjales o de los guayabales, el de las cosas que parecen no poseerlo, marca rutas que adivinan los seres humanos, y que numerosos seres de la naturaleza comparten, característica también de sonidos que desconocidos no dejan de ser como un anuncio de los aguaceros o las sequias próximas.
De olores en la literatura existen textos gloriosos, como lo es El Perfume, de Patrick Suskind, donde aprendemos algo así como es la realidad de las fuerzas morales e inmorales de la odoración mal intencionada, producto de un alma torcida.
Pero no todo es torcido en la perfumación de las cosas.
Hay también silencios arrugados tal y como existen depósitos de perfume tan densos que no pueden penetrar en las fosas nasales y pasan e largo sin ser percibidos.
Y Existen también altas montañas con perfumes nevados, congelados, que con el arribo de la luz estallan y proclaman las versiones de su ocultación desparramándose por praderas, arroyos ahora desarropados, ventisqueros capaces de llevar sobre su lomo helado los mensajes de todos los tipos de olor.
Pienso en los perfumes de la infancia y los reconstruyo.
Olores de yerbabuena y albahaca me siguen. Pero también perfumes negativos material para brujadas, vulgares muchos, me añublan los sentidos.
Pienso en el anamú que contamina la leche de la vaca, olor que para ella es atractivo y perjudicial para los que la venden de un cántaro al otro en zonas rurales victimas quizás de asechanzas botánicas.
Pero mis olvidados perfumes de infancia, anamú aparte, quisiera transmitirlos a mis buenos amigos, aunque muchos ya han perdido el nombre. Vale decir que la conversación y el perfume se niegan a hibridarse.
Nadie podrá nunca dar con la alquimia conversora del perfume en palabra.
Aquel que crea que la descripción de un perfume es la correcta, pierde el acertijo.
Ningún perfume puede ser descrito en su esencia verdadera, solo sugerido.
Si fuera así, un verso, un piropo lanzado al desgaire con la intención evaporable de ser un perfume hablado, podría desenterrar en la mujer solamente recuerdos balsámicos de un romanticismo que, muerto en las literaturas de hoy, podría aun latir en el corazón que aun posea serrín, viruta de sabores y perfumes del ayer acumulados.
Por eso es válido preguntarse qué hacer con los perfumes repentinos como el del Ilang-ilang cuando al cruzar el parque, sentimos su llamado pleno de ayer respirable.
Percibimos el follaje que al abanicarnos dice “aquí estamos”.
La única forma de complacerlos es la de sentarse frente a la anciana glorieta donde una vez las bandas de música acompañaban la lluvia, y apreciar el agua desplomarse mojando la imaginación, mientras música y perfume, se unen simulando mixturas; aunque música, lluvia y perfume, quejosos como una mezcla de razón que es sueño, al separarse cuando cesa el embrujo, ocupan cada uno su lugar de origen, misterio que se completa con el cielo de un barrio lleno de noches estrelladas. Villa Francisca.