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El dedo en el gatillo

Con otra piel sobre el rostro

La verdad vive escondida detrás de uno mismo. Y aparece cuando menos se le espera. No importa si su vestidura obra para bien o para mal. La verdad es tan relativa como indócil. A veces trae rostro de culpa, y otras de satisfacción. Sea como fuere, estar a bien con ella es como encontrar un pozo en el desierto. Nadie es dueño de ella.

En mi casi olvidada juventud llegué a creer en algo impropio. Por entonces, solo tenía los consejos de mi madre: “si quieres ser alguien en la vida, hazte dócil, en apariencia… ya después Dios proveerá”. Casi por inercia, mi mente quedó abierta a no pensar mucho en doctrinas, y asumí el riesgo de fingir, aunque a mi favor, solo puedo augurar que no hice mal a nadie.

En mis años de flamante joven comunista me sumé a la Brigadas de Vigilancia en Cines. Hasta me entregaron un carné con mi foto y me asignaron custodiar nada menos que el famoso Cine de Ensayo La Rampa. La existencia de aquella organización era impedir sabotajes en centros de proyección de películas, diseminados por toda La Habana en cantidades apreciables. Pero la misión revestía otro matiz drástico: castigar a los homosexuales, ya bien no dejándolos pasar a la sala, o revisando sus butacas y posibles acompañantes. Sin embargo, el lugar más endeble era dentro de los urinarios. Allí se camuflaban para fisgonear a los usuarios.

El procedimiento consistía en sacarlos “por las buenas”, encerrarlos en la oficina de la administración y llamar al carro patrullero. Poco sabíamos entonces qué iban a hacer con ellos.

Como aquel trabajo me pareció injusto, llegó el momento del declive. Me limité a ver películas. Aproveché aquel carné durante un año y aprendí el valor de las obras clásicas.

Como en ese tiempo no reporté ningún hecho “delictivo”, me trasladaron al cine Astral, en la barriada de Infanta, a una esquina de mi hogar. Allí tampoco denuncié a nadie. Muchos días, las acomodadoras me motivaban para revisar los baños o me alertaban de posibles sospechosos. Pero yo me las arreglaba para dar una vuelta por la sala oscura, y nada más. Durante dos años, disfruté a pantalla grande, cintas de estreno de los años setenta, la mayoría provenientes de Europa y unas pocas de los Estados Unidos, como “Kramer contra Kramer” y “Alguien voló sobre el nido de los Cucos”. Al comenzar a trabajar como abogado entregué mi carné y me dieron baja de aquellas brigadas.

Seguridad es seguro

Mi segundo estigma devino cuando la Seguridad del Estado fijó sus ojos en la juventud para conocer la vida y milagros de escritores y artistas en apariencia “conflictivos”. Parecía un honor aquello. Pero, poco después, algunos “informantes” comprendieron el motivo de su entrada en el ojo del huracán. Aquel era un trabajo demasiado peligroso para un fingidor. Sin embargo, me vestí de entusiasta y acepté la misión.

Me propusieron usar la palabra “desafecto” para calificar a los no simpatizantes del gobierno, aunque, sin yo saberlo, el primer desafecto estaba muy cerca de mí mismo.

No podía echarme atrás; le di vueltas al asunto desde mi propia perspectiva y un buen día comenzaron a llover informes contra mis enemigos literarios, siempre escritos a puño y letra y con nombre fecha y firma al final.

Esos supuestos enemigos también informaban contra mí, porque la estrategia era unir lo que no tenía unión de forma ortodoxa para mantenernos a fuego cruzado para saber qué opinaba cada quien de cada uno.

Siempre supe que la Seguridad del Estado sabía más de mí por los informes recibidos en mi contra por mi propio accionar cotidiano.

Sin embargo, en aquel juego de simulaciones siempre obró a mi favor la imagen pública de ser un joven al servicio del país desde la trinchera cultural a pesar de no llevar un carné rojo en sus bolsillos.

Como también se dedicaron a fabricar otra imagen pública a mis enemigos mucho más útil para el trabajo secreto: atraer a sus casas y tertulias a jovencitos que destilaban rebeldía social para mantenerlos en completa vigilancia y conocer sus pie y pisadas. Para mis detractores yo no era confiable, sino un “soldado más”. Algo así como un muñeco contrario a la libertad creativa. No encajaba en la nueva política cultural que se estaba gestando.

Desde mi primer viaje a Santo Domingo, me sacaron los pies. Ya comenzaba a oler mal. A mi regreso, y como premio de consuelo por no quedarme me ofrecieron volver al sindicato, pero no como cabeza, sino de papagayo. Tenía “penas” que purgar. Mucho después comprendí que algunos de aquellos oficiales/as debieron sentirse incómodos frente a mí. Y hasta maldijeron de lo que estaban haciendo, aunque nunca vi en sus rostros señal alguna de arrepentimiento.

Me hicieron un favor. Fue una experiencia inolvidable y gratificante. Cuando me dejaron caer, pensaron en mi autodestrucción. Pero gracias al consejo de mi madre, pude vivir enmascarado. A fin de cuentas, me sumé al bando de los vencidos, de aquellos que nunca pisaremos el “paraíso pleno de la humanidad”.

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