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EL DEDO EN EL GATILLO

Con los pies sobre la tierra

La Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) me responsabilizó con el Plan de Reanimación Cultural de Zonas Montañosas. Consistía reclutar quincenalmente escritores y artistas en pequeñas brigadas culturales para compartir con los que vivían entonces en las montañas de la oriental provincia cubana de Guantánamo. Era un programa nacional de trabajo comunitario distribuido en los organismos del Estado.

La UNEAC, al ser el hogar de los famosos, estaría en condiciones de ofertar festines especiales para aquellos seres acostumbrados a vivir a la buena de Dios.

El programa no incluía beneficios adicionales, ni dietas, ni estipendios, y todos los gastos salían de los propios bolsillos de los voluntarios, excepto el transporte. Dormir y comer serían atributos absolutamente campesinos. Los manjares y pesebres comunitarios llenarían el alma de los distinguidos visitantes.

Gracias a gestiones habaneras se pudo conformar una pequeña colección de libros para una biblioteca en la comunidad de Sabana, un lugar montañoso, perdido, inimaginable, lleno de gentes de bien, por espacio de tres años.

En uno de esos viajes, en un terraplén abandonado, se levantó un parque infantil con maderos desechables, sogas, hierros inservibles y gomas abandonadas.

En otra ocasión, el maestro Rosendo Ruiz (hijo), con sus libras de más, devino en arreglista y orquestador de un grupo musical que amenizaba las noches sabaneras. No sé cómo Rosendo se las ingeniaba para encaramarse en un tractor y acompañar a aquellos muchachos en sus conciertos.

En vida, Enrique Pérez Triana impartía clases de dibujo y organizaba concursos infantiles. El mago José Ayra embrujaba a los presentes en sus espectáculos lúdicos.

Haydée Arteaga, María Álvarez Ríos y sus respectivos grupos infantiles también amenizaban encuentros en otras comunidades montañosas gracias los medios de transporte locales dispuestos al traslado de un sitio a otro.

A pesar de sus setenta años, el maestro Osvaldo Salas, esperó durante varias madrugadas el nacimiento del sol por oriente cubano: la punta de Maisí. La espera fue infructuosa: días lluviosos lo obligaron a volver sobre sus pasos.

El payaso Romerillo era el encargado de izar la bandera cubana en la única escuela de la comunidad. Al verlo llegar, la maestra salía del recinto y le dejaba a el protagonismo magisterial. Decía: “Todo lo que él le va a enseñar a los niños es superior a mi limitado esfuerzo”.

Un campesino imaginó a este escribano en funciones de seductor al tratar reproducir el hermoso rostro de su esposa en una instantánea. El marido, a mis espaldas, me vino encima, machete en mano. Lo pude esquivar gracias a los gritos del poeta Waldo González López, quien contemplaba el espectáculo a cierta distancia.

Uno de esos últimos viajes tuvo como sede la Base Naval de Guantánamo. En la jornada final, el Instituto Cubano de Cine documentalizó un testimonio con los soldados destacados en la Base Naval de Guantánamo. Ese proyecto fue el colofón de un día inolvidable, donde el insomnio y el sueño se transformaron en cantos, poemas y dibujos.

A estas alturas se desconoce la cantidad exacta de voluntarios culturales que allí asistieron por espacio de tres años. Ellos no solo compartieron lluvias y latas de sardinas: vivieron en carne propia anécdotas inolvidables como la de la niña ciguapa que consiguió andanzas normales gracias al doctor Rodrigo Álvarez Cambras en el Hospital Ortopédico de La Habana, aunque cambió su bienestar por la vida de su padre, quien fue atropellado por un vehículo el día que fue a visitarla porque nunca había cruzado una avenida entre vehículos de motor.

Sin embargo, no todo pudo tomar el colorido de las rosas. El que sería mi último viaje a Guantánamo fue frustrado por mi propia decisión. Me incomodó la llamada telefónica de un entonces alto funcionario del Comité Central del Partido Comunista, cuyo nombre prefiero no recordar. El hombre me regaló una pela de lengua por sugerir la detención, por mi cuenta y riesgo, de un reducido grupo de escritores y artistas no miembros de la UNEAC para cumplir supuestamente esas labores.

-Si permito que aquello se convierta en cuna del libre albedrío, será un caos –me atreví a decirle.

-Este es un plan de la Revolución y no suyo. Usted está impidiendo la libertad de participación y de expresión –me respondió, tratando de ofenderme.

-Pues desde hoy me desligo de todo. No me hago responsable de lo que ocurra a mis espaldas.

Aquel hombre, enfurecido, me cerró el teléfono. Y hasta el día de no he regresado a aquellas lomas donde supongo, alguien debe recordar aquellas brigadas culturales cuando lea algunos de los libros de la pequeña biblioteca pública que montamos, de manera improvisada, en la casa de la entonces niña llamada Yscrayalenis.

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